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Mi madre huele a tierra húmeda, tal vez por las lágrimas que en su regazo se han derramado —que he derramado. Isabel huele brisa, y mis hijas, a campo abierto. Las patas de mi perra huelen a aventura, a lugares remotos: islas del Pacífico, volcanes de Islandia; el periódico, a conspiración: madrugadas impregnadas de tinta y rebeldía. El olor del mar inunda pulmones, impregna poros. 

En 2014, investigadores de la Universidad Pierre y Marie Curie, de París, y de la Universidad Rockefeller, de Nueva York, informaron en la revista Science que un ser humano podía detectar al menos un billón de olores, posiblemente más. Desentonando con los otros sentidos, el del olfato no está mediado por el hipotálamo: cuando olemos algo, la información se dirige directamente a la corteza olfativa, vecina del hipotálamo, donde se atrincheran los recuerdos. 

Por esa razón, ciertos olores ejercen un potente efecto evocador de recuerdos. Los libros huelen a vainilla, a noches contradictorias, de soledad y compañía; huelen a almendras amargas, a fluidos: lágrimas, sangre, saliva. Huelen a las maderas a las que se aferran los náufragos, como aquel adolescente que en esa primera tormenta hundió, por primera vez, la nariz en unas páginas; intentó evadirse de un mundo descubriendo otros. Era La casa verde, de Mario Vargas Llosa, libro que ha sobrevivido huracanes y mudanzas, y cuyo aroma, con los años, ha cambiado, como el de su primer —y hasta ahora— único lector. Él lo guarda como talismán, pata de conejo de papel, pegamento y cartón: lo compró en la Dante, entonces único andén al que se acudía si se quería viajar a otro mundo, enfundado en otra piel. 

Ahí se embriagó por primera vez de ese olor, que hacía revolotear viejos recuerdos y que, a la vez, prometía nuevas aventuras. Era, incluso, capaz de oler los libros detrás de una vitrina, en el ajetreo de la ciudad, como aquel Evangelio según Jesucristo, de Saramago, que todas las noches lo saludaba al salir de la redacción. 

Con el paso de los años, descubrió que no todos los libros —ni todas las librerías— huelen igual: tienen su propio aroma, su identidad; son únicos. Por ejemplo, Memorial del convento, también de Saramago, huele a pan, como el que come Blimunda todas las mañanas, en ayunas, para no ver a las personas por dentro. El péndulo de Foucault, de Eco, huele a cigarros y conspiración; a rosacruces y griales, y Fahrenheit 451, de Bradbury, huele —obviamente— a hoguera. Cien años de soledad, de García Márquez, tiene aroma a pasto y a feliz espera —mi Cien años de soledad

La librería Dante, en particular, huele a juventud, a tabla de salvación, puerto seguro. En el génesis de esta pandemia, cuando el mundo se enfrentaba a la entonces nueva amenaza, se descubrió que uno de sus síntomas era la pérdida del sentido del olfato: nos arrebataba los recuerdos. Hace unos días, la librería Dante anunció que, por la crisis económica ocasionada por esta contingencia sanitaria, cerraba dos de sus sucursales. Incluso a los que no se han infectado, este mal ya los privó de los aromas de su juventud… Como a mí. 

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Edición: Elsa Torres


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