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del

30-30

Una propuesta estratégica para lograr protección antes del fin del 2030
Foto: Juan Manuel Valdivia

La 30-30 ya no es “la carabina que los rebeldes portaban”. Ahora se trata de una propuesta estratégica para lograr que por lo menos treinta por ciento del territorio nacional esté sujeto a algún régimen de protección antes de que termine el año 2030. Más allá de la indudable bondad de esta intención, hay una serie importante de razones que hacen que se trate del corazón de una propuesta capaz de modificar el rumbo del desarrollo del país, convirtiéndolo en una trayectoria más ambientalmente sustentable, socialmente relevante, y culturalmente aceptable. Hay quienes dicen que el modelo de área protegida debe dejar atrás su carácter neoliberal, como si la conservación de ecosistemas, especies y servicios ambientales fuese una acción destinada a favorecer alguna élite, o apuntalar un aparato oligárquico. Esta posición muestra una considerable ignorancia acerca del propósito, funcionamiento y utilidad de las reservas, parques, santuarios, refugios y zonas sujetas a protección que pueden constituir un sistema nacional de áreas naturales protegidas. De hecho, el establecimiento de un área natural protegida pone en el centro al interés público, y significa la construcción de una herramienta que hace posible concretar el ejercicio de un derecho humano fundamental: el de vivir en un medio ambiente sano.

Ya ha pasado mucho tiempo, y mucha historia, desde que los reyes tenían que ser convencidos por pintores de que valía la pena proteger los bosques, como sucedió con la escuela de Barbizon y el Bois de Boulogne; o desde que naturalistas románticos como John Muir tenían que convencer a un presidente de que valía la pena limitar el acceso a un sitio tan espectacular como Yellowstone, o Yosemite. Para empezar, somos muchos más humanos en el planeta, y nuestra presencia, sumada a la capacidad humana de transformar el entorno, se ha convertido en una presión sobre los sistemas que hacen posible que haya vida en el planeta, al grado en que ahora resulta legítimo preguntarse si seguir por el camino que hemos elegido significará en un plazo relativamente breve un proceso de extinción masiva, que amenace incluso nuestra capacidad de continuar siendo una especie viable. Hacer esfuerzos genuinos para conservar porciones de los ecosistemas del planeta y mantenerlas lo más estables que resulte posible ante el avance de la modificación humana de la naturaleza se ha convertido, nos guste o no, en una cuestión de interés público y de seguridad no solamente nacional, sino humana.

Se ha dicho que “necesitamos una conservación que sirva a la gente”. Es cierto. Como también es cierto que las áreas protegidas ya no son solamente porciones del territorio puestas aparte para la contemplación y la maravilla, ni se les puede establecer prohibiendo a rajatabla el acceso a sus recursos, particularmente a los pueblos y comunidades que han sido los dueños originarios de los territorios que ocupan. Ahora las áreas protegidas deben concebirse como sitios capaces de satisfacer objetivos múltiples: la conservación de muestras significativas del los ecosistemas donde se construyen los paisajes nacionales, el mantenimiento de espacios suficientes y adecuados para garantizar la permanencia de la soberbia biodiversidad mexicana, la salvaguarda de los servicios ecosistémicos que ese espacio proporciona, y diversas categorías de uso humano del entorno y sus recursos, bajo criterios escrupulosos de sustentabilidad. Aunque las áreas protegidas sigan siendo porciones del territorio puestas aparte mediante ordenamientos jurídicos específicos, y estén sujetas a programas de manejo verificables, deberán también ser herramientas que permitan la conectividad entre diferentes segmentos del territorio, de manera que se garantice el flujo de información genética, recursos y elementos entre unas y otras; de manera que la operación eficaz de un sistema de áreas protegidas de diferentes categorías debe contemplar también a operación de corredores biológicos, donde se ordene las actividad de las comunidades humanas con base en objetivos expresos de conectividad ecológica entre sitios de conservación.

Por otra parte, es necesario reconocer que en el territorio nacional existen vastas zonas que no resultan particularmente aptas para el desarrollo de actividades económicas convencionales (agropecuarias y forestales, mineras o industriales, turísticas o urbanas). No obstante, casi todas estas zonas de tierra tienen dueño. O son de propiedad privada, fueron dotadas a alguna organización ejidal, pertenecen a comunidades, o son terrenos nacionales o reservas territoriales de municipios. Todas estas tierras, que no son áreas naturales protegidas ni forman aún parte de corredores biológicos, pueden cumplir un papel de singular importancia para construir un esfuerzo de conservación coherente, capaz de acercar al país al logro de la meta 30-30.

Afortunadamente, el estado mexicano cuenta con la caja de herramientas adecuada para llevar a cabo esta tarea. Se cuenta con el mecanismo para establecer, con la colaboración de propietarios o sociales, áreas privadas voluntariamente destinadas a la conservación; es posible la creación formal de corredores biológicos que conecten áreas protegidas que funjan como sus puntos focales, y someterlos a programas de trabajo generados por consenso con las comunidades y organizaciones interesadas; las organizaciones de pescadores pueden participar significativamente mediante la creación de refugios pesqueros, y los propietarios y ejidos poseedores de extensiones de tierra habitadas por animales y plantas de interés económico pueden establecer unidades de manejo para la conservación y el uso sustentable de la vida silvestre. Todas estas áreas se pueden sumar a un sistema nacional robusto de áreas protegidas que sirva – en efecto – a la gente. Hace falta voluntad política, capacidad de convocatoria y coordinación y, desde luego, un presupuesto suficiente y oportuno. 


Edición: Ana Ordaz


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