Opinión
La Jornada Maya
22/05/2025 | Mérida, Yucatán
En estos días, la historia parece acelerarse con la intensidad de una tragedia que ya no puede esconderse ni relativizarse. La feroz ofensiva de Israel en Gaza ha cruzado todas las líneas imaginables de la decencia humana y del derecho internacional. Y, sin embargo, algo ha cambiado. El silencio habitual de las potencias, ese que durante décadas ha sido cómplice, está comenzando a resquebrajarse. Los clamores de última hora se multiplican, casi como si el mundo intentara, al fin, redimirse de su prolongada indiferencia.
La condena ha llegado incluso desde voces habitualmente cautas. El Papa León XIV, en un inusual y contundente mensaje, calificó de “vergonzoso e inaceptable” el castigo colectivo al pueblo palestino. Llamó a un alto al fuego inmediato, pidiendo que la comunidad internacional “no mire hacia otro lado mientras mueren niños bajo escombros”.
En la misma línea simbólica, Julian Assange reapareció en público en el Festival de Cannes con una camiseta que llevaba impresos los nombres de 4,986 niños palestinos menores de cinco años que murieron en Gaza desde 2023, según datos de organizaciones humanitarias internacionales.
Pero no es solo la diplomacia simbólica. Los hechos se han vuelto imposibles de ignorar. Hace apenas una semana, una misión internacional compuesta por representantes de varias naciones —entre ellos diplomáticos de México, Irlanda y Sudáfrica— fue atacada por el Ejército israelí mientras realizaban una visita de inspección en la Franja de Gaza. La misión, que había sido notificada con antelación y contaba con salvoconductos oficiales, fue blanco de fuego directo. Afortunadamente, no hubo muertos, pero el mensaje fue claro: ni la diplomacia ni el derecho tienen cabida en un terreno que Israel considera exclusivamente suyo.
A esto se suma la cínica confesión del primer ministro Benjamín Netanyahu, quien —en una declaración que pasó casi desapercibida en medios occidentales— reconoció que Israel financió indirectamente a Hamás durante años como una estrategia para dividir a los palestinos y debilitar a la Autoridad Nacional Palestina. Esa bomba política debería haber sacudido a la comunidad internacional. En cambio, apenas generó tibias reacciones. Hasta ahora.
Porque, por fin, algo parece romperse. Las manifestaciones masivas en Londres, París, Buenos Aires y Nueva Delhi; las protestas en universidades de todo el mundo, desde Harvard hasta la UNAM; y las declaraciones recientes del secretario general de la ONU, que calificó la ofensiva en Gaza como “una mancha moral para nuestra generación”, indican que el velo comienza a caer.
Pero hay que tener cuidado. El odio, una vez sembrado, germina en formas retorcidas. Ayer mismo, dos ciudadanos israelíes fueron apuñalados en Nueva York. Las autoridades investigan el hecho como un crimen de odio. Es el primer eco tangible de un resentimiento que no distingue entre gobiernos y pueblos, que mezcla rabia con ignorancia. Esa es la fruta podrida de la guerra.
Israel, que durante años construyó un muro narrativo tan impenetrable como el concreto que rodea Cisjordania, se enfrenta ahora a una verdad cada vez más difícil de ocultar: ya no es David frente a Goliat, sino una potencia ocupante frente a un pueblo cercado. La comunidad internacional, tan lenta para actuar como rápida para olvidar, ha abierto los ojos. La pregunta es si lo ha hecho a tiempo. Porque si no se detiene la máquina de guerra, lo que sigue no será paz ni justicia, sino una espiral de violencia que ya ha cruzado océanos.
Edición: Estefanía Cardeña