Opinión
La Jornada Maya
12/06/2025 | Ciudad de México
Por las violaciones graves al debido proceso y la obtención bajo tortura de las confesiones utilizadas en su contra, la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) ordenó ayer la
inmediata libertad de Juana Hilda González Lomelí. Como sus coacusados, quienes también se verán favorecidos por el fallo, Juana Hilda ha pasado 19 años y cinco meses en prisión por el presunto secuestro de Hugo Alberto Wallace, hijo de la fallecida empresaria, política y traficante de influencias Isabel Miranda de Wallace.
A lo largo de los años, se han documentado las inconsistencias de las versiones ofrecidas por la señora Wallace, la siembra de evidencias, la usurpación de funciones, la red de tráfico de influencias, la tortura contra los acusados y, en general, el absoluto desaseo con que se llevó el caso desde el primer momento. Debe recordarse que durante los sexenios panistas ejerció control ilegal sobre el Ministerio Público y las corporaciones policiacas, hasta el punto en que dirigía operativos sin tener cargo alguno. Con el favor de los regímenes blanquiazules, hizo encarcelar sin pruebas a quienes ella decidió responsabilizar por el crimen contra su hijo, pese a que nunca se probó que siquiera existiese un delito que investigar.
Quien fue amiga y cómplice de Felipe Calderón en sumir al país en una ola de violencia de Estado respondió a todos los señalamientos haciendo gala de sus poderosas conexiones dentro del gobierno de Vicente Fox, del calderonato y, en menor medida, el peñato, para lanzar campañas de desprestigio y hundir las carreras de sus oponentes.
Tras perder su influencia en el Ejecutivo, mantuvo sus tentáculos en el Poder Judicial, hasta el punto de que, al convertirse en ministra presidenta de la SCJN, Norma Lucía Piña Hernández nombró secretario de estudio y cuenta a un cuñado de Miranda de Wallace. No se trató de una casualidad: desde el primer día de su mandato, Piña emprendió una cacería de brujas contra todo integrante de la judicatura que hubiera intentado hacer justicia para las víctimas de la empresaria. A sólo unas semanas de haberse convertido en titular del Poder Judicial, usó una denuncia anónima para forzar la dimisión de Netzaí Sandoval Ballesteros, ex director general del Instituto Federal de Defensoría Pública, y de Salvador Leyva, ex secretario técnico A de Combate a la Tortura, Tratos Crueles e Inhumanos de la misma dependencia.
Después de casi dos décadas, finalmente se ha abierto un resquicio para la justicia, aunque sobre el ministro saliente Jorge Mario Pardo Rebolledo pesará siempre, además de las otras sentencias aberrantes que ha emitido en su carrera, la vergüenza de haber sido el único miembro de la primera sala del máximo tribunal que se pronunció en contra de la liberación de esta víctima del sistema judicial. El caso Wallace permanecerá como un recordatorio perenne del daño que pueden hacer jueces, Ministerio Público, cuerpos policiales y otras instancias del Estado cuando se encuentran en manos de personas inescrupulosas, dispuestas a robar las vidas a individuos contra quienes no existe ninguna prueba firme de culpabilidad con tal de impulsar sus agendas personales y cumplir sus pactos mafiosos.
Parece imposible que los cómplices de Wallace tengan la calidad moral para dar la cara y disculparse por sus actos, pero el Estado mexicano debe contemplar la posibilidad de ofrecer disculpas públicas a Juana Hilda González, Brenda Quevedo, Jacobo Tagle, César Freyre y Tony y Alberto Castillo por el suplicio que han padecido en 19 años de privación ilegal de la libertad, torturas y estigmatización por un crimen que quizá no existió y de cuya participación en el mismo sólo existen, a decir de la Suprema Corte, "indicios y sospechas". Se lleve a cabo o no el acto de desagravio, es ineludible el deber de evitar la repetición de una violencia semejante desde el poder.
Edición: Ana Ordaz