Opinión
Pablo A. Cicero Alonzo
23/06/2025 | Mérida, Yucatán
Lo pusieron en marcha, en 1937, y se mantuvo en movimiento continuo, como el péndulo de Foucault. Hasta el sábado pasado, por la tarde. Fue el primero de catorce hermanos, por lo que aprovechó, desde niño, perderse en la multitud.
Su primer viaje no lo hizo por propio pie, sino que fue en los brazos de una mulata que lo cuidaba en La Habana. Sin avisarle a sus padres, la nana se lo llevó para que su familia, en el extrarradio, viera a ese niño de leche y ojos azules.
Aún no habían nacido sus hermanos; la búsqueda fue exhaustiva y contó con el apoyo de familiares y autoridades. Lo encontraron tres días después, rodeado aún del asombro de la barriada.
De La Habana la familia se mudó a la Ciudad de México. Me contaba que de niño le regalaron unas botas, varias tallas más grandes para que le duraran; con ese calzado se fue por primera vez de su casa, a los doce años.
No se limitó a llegar a la esquina, sino que recaló en Los Ángeles. Él solo, sólo tirando al norte, más allá; como pajarito migratorio. En esa ocasión, lo encontraron un mes después, y lo regresaron tirándole las patillas.
El siguiente viaje fue a Tampa, Florida, donde se unió a una pequeña flota de pescadores y recolectores de esponjas. Ahí los marineros griegos le hablaban en su idioma y ahí también aprendió a masticar un inglés salpicado de acentos y expresiones de otras lenguas.
Ya adulto, comenzó a recorrer todas las carreteras del país, trabajando; sus mejores días eran en los que se perdía y conocía nuevos caminos. A él le encargaron que fuera a buscar a un pariente que recién cumplía su condena en las Islas Marías.
En el puerto en el que la muerte regurgita a los liberados, se reencontró con él y juntos se perdieron en las cantinas de ese puerto de sedientos; después de beberse todo el ron, regresaron a Mérida. El pariente se quedó, él siguió su camino.
Un destino que muchos, entre ellos yo, nunca logramos divisar, pero que él lo tenía clarito. Un horizonte móvil, que se adaptaba al humor con el que amanecía; la vida, una marea que adormece o golpea. Había varios como él, adictos a la carretera. Incluso, en su legado, hay unos versos sobre un viajero que se detiene a mitad del camino…
Fue de los primeros en amaestrar las veredas a Cancún, hoy supercarreteras. En todos sus viajes a esas selvas vírgenes recolectaba las tortugas y los pizotes que se le cruzaban en el camino. Luego, los liberaba en el jardín de nuestra casa.
Nunca supo quedarse quieto, ni en los lugares en los que fue feliz; nació sin ancla, y con velas enormes, como aquellos barcos que pintaba ya viejo y en los que, estoy seguro, esperaba navegar en días con buena brisa. El que ilustra estas líneas lo pintó añorando las tormentas que en sus últimos años ya habían amainado; suspiraba por tempestades.
Las suelas de esas botas enormes duraron años, pero terminaron por desgastarse. Aún así, sus mejores últimos momentos fueron aquellos en los que mi hermano lo iba a buscar y paseaban en una ciudad en la que se perdía en sus recuerdos.
Le desearía a mi papá, Víctor, un merecido descanso, pero conociéndolo mejor le deseo un buen camino, como se saludan los peregrinos.
Edición: Ana Ordaz