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del

''Hacer periódico''

No es fácil y menos uno en versión impresa
Foto: Juan Manuel Valdivia

Cuando llegué, había pasado poco más de un año.

Invariablemente, al conmemorar los aniversarios de La Jornada Maya, siempre recuerdo los míos: sin saberlo, recién egresada de una carrera que había sido menospreciada por otros medios y plataformas, toqué la puerta de aquel edificio blanco cuando el rotativo acababa de cumplir su primera vuelta al Sol. Un mes y un par de semanas, para ser exactos. Y aunque esta memoria mía es de aquellas en las que no puedes confiar, hay un recuerdo en particular, punto de inflexión en mi vida, que no se ha distorsionado ni evaporado con las más de tres décadas que llevo encima: encontrarme a las dos personas que serían las encargadas de guiarme en esta labor que, poco sabía yo en aquel momento, iba a transformar mi visión del mundo y la vida.

Fue así como me encontré en este universo caótico, casi sin querer; cuando decidí estudiar Literatura, tras un fallido intento de convertirme en mercadóloga, lo hice por mi gusto hacia la lectura y la traducción, los lenguajes. Mi sueño, para el desasosiego de mis padres, era publicar libros, supervisar las ediciones, corregir textos, escribir prólogos, introducciones, o esas sinopsis que ponen en la contraportada de los volúmenes. Y aunque no “publico libros”, publico un diario, de lunes a viernes, en un horario que a otros les parece inconcebible, pero que a mí, después de ya nueve años, se ha vuelto el pan del día a día.

No es fácil “hacer periódico”, y menos uno en versión impresa. Cuando empecé, fui asignada a la parte web, en el segundo piso de ese edificio blanco, alejada del frenesí que sucedía en la planta baja. En aquella burbuja, sólo existíamos lajornadamaya.mx y yo, hasta que bajaba las escaleras y me topaba con esas grandes mentes “haciendo periódico”. Algunas de esas grandes mentes –dos, en particular– solían tratar de convencerme, sin falla, de pasarme al equipo de abajo, de mudarme con ellos, y yo, siendo sincera, además de temerle al cambio, le temía a ese gran monstruo que era El Impreso.

Al final, sucedió. Dejé atrás esa ventana que me había acompañado por varios años y por la que había visto pasar innumerables mañanas, dejé atrás mi preciada soledad, el silencio, y fui transportada a una realidad alterna a la que, siendo honestos, me costó cierto tiempo acoplarme, cosa que nunca habría podido hacer sin el apoyo y la guía de esas grandes mentes.

La principal de ellas, por supuesto: Fabrizio León, el origen, al que se le ocurrió la grandísima idea de hacer un periódico impreso cuando todos ya lo daban por obsoleto y hacían marometa y media para digitalizarse, abandonar el papel, apagar las rotativas. Para él, además de formar parte del mundo virtual, había que seguir ensuciándose las manos con tinta, había que seguir agarrando las noticias, imprimirlas, compartirlas, seguir dejando que la gente las sienta, pues leer el periódico no sólo es una actividad, sino una experiencia del cuerpo y la mente.

Siguen entonces mis dos mentores en ese valle del impreso, Andrés Silva y Felipe Escalante, quienes me formaron y apoyaron durante todos estos años –lo siguen haciendo, a la distancia, luego de que el mundo se paró con la llegada de la pandemia y nos tuvimos que alejar para protegernos. Ellos, principales instigadores de mi mudanza al mar de tinta y papel, fueron los encargados de acompañarme en ese proceso, de mostrarme las formas, los trucos, la magia que le da vida al circo.

Sabina León e Israel Mijares, las dos personas que mencioné al inicio de este texto, son quienes, hasta ahora, nueve años después, continúan enseñándome el camino y a quienes considero ya piezas esenciales en mi formación, no sólo laboral sino también como ser humano.

“Hacer periódico” no es fácil, y hacerlo por diez años lo es mucho menos. Sólo ha sido posible por esas mentes brillantes, complementadas con un gran equipo de editores, diseñadores, periodistas, reporteros, intelectuales, artistas, activistas, defensores de los derechos humanos, quienes día a día ponen todo de sí para crear una experiencia real y tangible. 

Por ello, a todos mis virgilios, mis beatrices, les agradezco estos nueve años de divina comedia, y los felicito por esta década bien cumplida.

Sigamos “haciendo periódico” juntos, sigamos yendo contracorriente, resistiendo y demostrando que El Impreso no tiene fecha de expiración.


Edición: Ana Ordaz


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