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del

Memorable encuentro con Octavio Paz

En su paso por Mérida, participó en la fundación de la Secundaria Federal No.1
Foto: Salvador Peña

El mágico taller de la calle 60, el de Enrique Gotddiener, el gran escultor del pueblo maya, era sede permanente de un grupo que reunía a lo más granado de la cultura yucateca de aquellos días. El “aquelarre”, que así designaba a la reunión el poeta Juan Duch Colell, cabeza y pontífice de este grupo, agrupaba a figuras como el gran pintor Armando García Franchi (tan injustamente olvidado); al cronista de la ciudad, Renán Irigoyen Rosado; a los poetas Fernando Espejo Méndez, Clemente López Trujillo y Raúl Renán; al director de teatro, Alberto Cervera Espejo, probo juez y dilecto amigo (como lo llamara el humorista Marco Almazán), y algunos otros personajes, cuya asistencia no era tan frecuente. La asidua reunión, iba dando comienzo alrededor de las seis y media de la tarde y, generalmente, se prolongaba hasta bien avanzada la noche.

El escenario lo constituía una mesa redonda y baja, de dura y gruesa madera de bojón, que el propio Gotddiener había hecho, y los escaños lo eran unos pesados butaques de la misma madera de la mesa, con asientos de baqueta de cuero y, por supuesto, también de la autoría del Abuelo, que así se designaba a Gotddiener en el grupo. Como parte del ceremonial, se acostumbraba servir café en unas tazas de porcelana de pasta blanda; blancas, menudas, y que, en un pasado remoto, habían sido usadas para servir sus raciones a los navegantes de un barco pirata de las costas del Pacífico, y que habían llegado al taller del Abuelo de una manera que es material para otra historia. Junto con el café, se ponía al centro de la mesa una enorme fuente de porcelana de Dresde, repleta de pistaches, que era casi una obligación consumir, pues el Abuelo decía a los comensales: “Coman pistaches, coman, son muy buenos para la función intestinal”.

Una noche del mes de junio de 1967, cerca de las ocho de la noche, alrededor de la mesa del Abuelo, y con sendas tazas de pirata en la mano, tomábamos café, Juan Duch, Alberto Cervera y este servidor, que a la sazón contaba con catorce años, mientras, al lado de nosotros, en su banco de trabajo, el Abuelo tallaba afanosamente con una gubia, para dar el refinamiento a una figura de caoba, presa en las fauces de una prensa sujeta al banco. “Las Tres Comadres”, dejaba saltar rojas astillas al impulso de la gubia, que iba realizando el milagro de acentuar la vida del grupo de tres mestizas que amorosamente bañaba a un recién nacido. De pronto, sonaron golpes en la puerta de la calle del taller. El Abuelo, levantó su visera de lentes de aumento y nos dijo: “No se levanten, yo voy”; y se dirigió a atender la llamada del exterior, cruzó el amplio salón delantero y abrió la puerta, y penetró al taller nada menos que Octavio Paz.

Eximio poeta 

El eximio poeta mexicano, entró como una tromba, sus modales eran ampulosos, y haciendo una teatral reverencia, saludó y se fundió en un largo abrazo con el Abuelo, exclamando: “¡Mi querido Enrique!”, y acto seguido, jaló un butaque y se sumó a la mesa del Aquelarre diciendo: “Buenas noches jóvenes”; y de inmediato inició una larga exposición en la que habló de la poesía mexicana de aquellos tiempos, de la decadencia del Nacionalismo Mexicano, de la fuerza que había cobrado la llamada “generación de la ruptura”, y mil cosas más que escapan a la memoria. Duch, Cervera y yo, desde luego guardamos el más absoluto silencio; no todos los días se tiene el privilegio de escuchar a un personaje de la talla de Octavio Paz. 

El gran escritor estaba incidentalmente en Mérida, y le había nacido el deseo de saludar a quien había sido su amigo, colega y fundador con él, de la Secundaria Federal No.1 Paz y Gotddiener, con el periodista Octavio Novaro como director, fueron parte de la planta de maestros de esa escuela, de la cual, Paz había sido el secretario fundador.

Intempestivamente, cómo había llegado, Paz se puso de pie y dijo: “Ya me tengo que ir. Buenas noches jóvenes”; y de nueva cuenta, repitió la reverencia inicial, el fuerte y cálido abrazo al Abuelo, acompañado de: “¡Mi querido Enrique!” y salió a la calle sin demora. El Abuelo retomó su tarea de tallado, y nosotros, nuestras tazas de café, en pocillos de piratas. En mi imaginación de adolescente, la teatral reverencia de Paz me hizo imaginar al poeta ataviado con una larga capa de astracán y un gran sombrero de ala ancha… ¡Hasta con una pluma!

 

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Edición: Ana Ordaz


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