Opinión
Ulises Cortés
02/09/2025 | Mérida, Yucatán
La historia humana hace siglos descubrió en los mitos fundacionales un lenguaje pedagógico capaz de penetrar más allá de lo jurídico. Cuando el relato bíblico muestra a Caín levantando la mano contra su hermano Abel (Genesis 4: 10), lo hizo no para registrar un hecho judicial, sino para nombrar y crear la memoria del nacimiento mismo de la violencia fratricida. Caín quedó marcado; no una cicatriz física, sino una seña en la frente: toda persona que lo viera sabría que había derramado sangre inocente, toda persona que lo mirara comprendería que llevaba consigo una historia que debía ser contada y, además, conllevaba la prohibición divina de matarle.
Benjamin Netanyahu, primer ministro de Israel y figura política que ha gobernado su país por más de quince años con intermitencias, se ha convertido en el símbolo de un tiempo donde la violencia es administrada como si fuera política de Estado. No basta decir que es un gobernante cuestionado por tribunales internos ni que la Corte Penal Internacional lo investiga: lo que explica la resonancia simbólica de su figura es ese halo inevitable de Caín, esa carga que le marca por los muertos inocentes de Gaza, por las tierras confiscadas en Cisjordania, por el bloqueo que ha convertido a una franja del planeta en prisión a cielo abierto y el genocido que lleva a cabo.
Si decimos que merece llevar la marca de Caín hasta que comparezca ante una corte internacional, no estamos dictando aún su condena, sino enunciando el contrato moral de la historia: todo líder que administra la violencia masiva sobre pueblos enteros debe al mundo una explicación, una rendición de cuentas, un juicio que traduzca el dolor en actos de justicia. La marca de Caín es, ante todo, un signo público. Caín no podía ocultarse, no podía pasar inadvertido, porque esa huella en la frente lo delataba. Netanyahu, del mismo modo, ya no puede ser percibido como un simple jefe de gobierno que adopta decisiones difíciles en tiempos complejos. La historia lo ha registrado con letras sangrientas como uno de los rostros del dolor contemporáneo, en cada niño de Gaza sepultado bajo escombros, en cada familia palestina desplazada de su tierra, en cada barrio y hospital arrasado por bombas inteligentes, renueva la marca que le distingue. Es un tatuaje que no se borra porque no está en su piel, sino que forma parte de la memoria colectiva de los pueblos.
Cuando Caín mata a Abel, comete el primer fraticidio. En la narrativa actual, Netanyahu no se enfrenta a una patria extranjera lejana; se enfrenta a pueblos que comparten con Israel siglos de territorio, lenguas, historias entrelazadas en la historia pero de manera decisiva desde 1948. El conflicto israelí-palestino es, en cierta forma, una guerra entre hermanos: vecinos que se saben distintos, pero que habitan la misma tierra prometida a demasiados pueblos. La política de Netanyahu y su gobierno y quienes le apoyan exacerban la lógica del fratricidio. No se limita a proteger y extender las fronteras de Israel; alimenta, día tras día, la maquinaria de la ocupación y de la segregación. Como Caín, no reconoció en el otro a un hermano, sino a un enemigo definitivo. Así, el asesinato bíblico se prolonga despiadado en forma de drones, checkpoints, bloqueos y colonias que avanzan como un cáncer sobre Palestina ocupada.
La historia nos enseña que todo imperio se mide por cómo trata a los ciudadanos de sus márgenes. Gaza, ese estrecho rincón de tierra cercado por muros de cemento y fuego, es el margen absoluto. Allí la vida cotidiana se mide en cortes de agua, alimentos, electricidad y seguridad, en permisos denegados, en hospitales sin medicinas o, simplemente, destruídos. Allí los niños dibujan aviones en el cielo no por ilusión, sino por miedo.
Gaza, imagen y parábola
Gaza se ha convertido al tiempo en imagen y parábola contemporánea del castigo colectivo, una gran parábola llena de rabia. Bajo los gobiernos de Netanyahu, ese encierro no solo se mantuvo: se transformó en parte central de su estrategia. Con lo que pasa en Gaza, la marca de Caín se alimenta de hambre, ruinas y funerales. Y mientras tanto, el líder que ordena y justifica se pasea por foros internacionales donde se le protégé con la misma seguridad con que Caín vagaba protegido por su señal. La marca de Caín de Netanyahu no se limita a su conflicto externo. También en la propia Israel intentó corroer el corazón de la democracia. La reforma judicial que impulsó en 2023 —y que provocó protestas masivas— fue un intento de domesticar a la justicia para blindarse a sí mismo frente a juicios de corrupción. Allí, la marca se mostró bajo otro rostro: el del gobernante que prefiere el poder absoluto a la ley.
El literato israelí Amos Oz decía que el conflicto era una disputa trágica entre justicia y justicia. Netanyahu, sin embargo, lleva años empujando esa balanza hacia el autoritarismo, como si la justicia solo significara seguridad estatal, nunca dignidad humana. Esa distorsión ética, esa negación de la humanidad del otro, es precisamente el eco del fratricidio original.
¿Por qué es necesaria una corte internacional de justicia y no solo un debate político? Porque las víctimas merecen algo más que retórica diplomática. La humanidad creó instituciones como la ONU o la Corte Penal Internacional porque comprendió que hay crímenes tan graves que desbordan la soberanía de los Estados. La limpieza étnica en los Balcanes, el genocidio en Ruanda, las atrocidades en Sierra Leona: todos exigieron un foro donde la humanidad hablara con voz colectiva.
Netanyahu, mientras no comparezca ante ese foro, porta la marca de Caín como un recordatorio: nada puede seguir como si nada hubiera pasado. Su lugar en la historia dependerá de ese momento en que se siente frente a un tribunal que le pregunte no solo por sus actos, sino por las vidas segadas en su nombre.
Uno de los argumentos más esgrimidos por Netanyahu, sus ministros y sus defensores es el de la seguridad. Israel tiene derecho a defenderse, sí: nadie lo discute. Pero la marca aparece cuando la autodefensa se transforma en excusa para la agresión, cuando el miedo legítimo de un pueblo se convierte en licencia para pulverizar ciudades enteras.
La metáfora como un boomerang vuelve a la Biblia: Caín también tuvo miedo de ser perseguido. Pidió protección a Dios, y Dios le dio la marca como escudo; le perdonó pero le condenó a que su crimen no fuese olvidado, Netanyahu usa la seguridad de Isarel como su propia marca: un escudo que lo blinda de la crítica internacional. Pero esa marca, que él exhibe como derecho, en realidad se le ha convertido ya en estigma, aumentado por la ayuda del Presidente Trump. Porque la seguridad mal entendida devino en violencia perpetua.
Las ciudades destruidas —Gaza, Jan Yunis, los barrios de Rafah— son páginas abiertas de una literatura de crueldad y ruinas, narrada en directo por las redes y donde informar es una condena a muerte. Los escombros hablan en silencio. Cada piedra caída recuerda al mundo que detrás hubo un hogar, un nombre, una madre que cocinaba, un niño que aprendía a leer.
Los crímenes de guerra no prescriben y tampoco la memoria de los pueblos
Quizá algún día la justicia internacional determine sus responsabilidades concretas. Tal vez quede probado que ciertas órdenes vinieron directamente de Netanyahu, o quizá se diluya entre la burocracia del Estado. Pero, mientras tanto, hay algo que ya nadie puede negar: él es símbolo. Y los símbolos tienen poder. Netanyahu encarna un modelo de impunidad global, un recordatorio de que algunos líderes pueden bombardear, matar, ultrajar sin pagar precio. Allí radica el peso de la marca: no en el expediente legal, sino en la percepción mundial de que su nombre carga con muertes aún sin duelo. Hay que recordar que los crímenes de guerra no prescriben, y tampoco la memoria de los pueblos. La marca de Caín garantiza que el tiempo no será un refugio para Netanyahu. Como Caín es recordado siglos después por culturas que ni siquiera compartían su fe, así Netanyahu quedará inscrito en la narrativa del siglo XXI como uno de los rostros de la violencia institucionalizada. El tiempo, mientras tanto, es aliado de las víctimas. Cada testimonio recogido, cada imagen salvada, cada palabra escrita en informes de derechos humanos, es una inscripción más de esa marca que lo espera en los tribunales.
Decir que Netanyahu merece portar la marca de Caín hasta comparecer en la corte internacional no es un deseo mío de venganza, sino un acto de coherencia moral. Es reconocer que la historia no tolera silencios prolongados ni máscaras que encubran al responsable. Es afirmar que un líder puede ser protegido por la realpolitik de sus poderosos aliados, pero no puede escapar al juicio de la conciencia universal.
La marca de Caín en Netanyahu se traduce en nuestra obligación ética de no olvidar las ruinas, los muertos, los muros y las lágrimas que caen y nos conmueven más allá de las fronteras de Gaza. Hasta que un tribunal internacional convierta la memoria en justicia, él seguirá llevando en la frente un signo que lo identifica no como jefe de Estado, sino como protagonista trágico de una violencia ciega y contemporánea y, también, quienes le apoyan.
Es la humanidad entera la que, al mirarlo, está mirando la huella de un crimen aún pendiente de juzgar en una sala. Y hasta que eso suceda, ningún poder, ninguna alianza diplomática, ninguna reescritura de la historia, ninguna retórica podrá borrar esa sombra ominosa e indeleble que lo delata: la marca de Caín.
Ulises Cortés. Catedrático de Inteligencia Artificial de la Universitat Politècnica de Catalunya (UPC). Coordinador Científico del área del Inteligencia Artificial CS@BSC. Miembro del Observatori d’Ètica en Intel·ligència Artificial de Catalunya y del Comitè d’Ètica de la Universitat Politècnica de Catalunya. Es miembro del comité ejecutivo de EurAI. Participante como experto de México en el grupo de trabajo Data Governance de la Alianza Global para la Inteligencia Artificial (GPAI). Doctor Honoris Causa por la Universitat de Girona
Edición: Fernando Sierra