Opinión
La Jornada Maya
09/09/2025 | Mérida, Yucatán
En lo que va de la presente década, la promoción de Yucatán en el mercado de las inversiones ha enfatizado que la entidad es un excelente lugar para vivir, pero de acuerdo con las Estadísticas de Defunciones Registradas, el estado lleva más de dos décadas figurando en las primeras posiciones en cuanto a suicidios, tanto en términos totales (número de personas) como en tasas, a razón de casos por cada 100 mil habitantes.
De acuerdo con esa medición realizada por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi), durante 2024, Yucatán obtuvo la nada envidiable segunda tasa más alta en suicidios, solamente detrás de Chihuahua, con 16.2 personas por cada 100 mil habitantes, cuando la media nacional es de 6.8 por cada 100 mil habitantes.
Agregando a Quintana Roo y Campeche, la tasa sigue estando muy por encima de la media nacional, con 13.2 y 10, respectivamente, lo que debiera implicar el reconocimiento de que estamos ante una problemática regional de causas complejas y en cuya solución debiera buscarse el establecimiento de mecanismos de coordinación interestatales.
Ahora, también debe quedar claro que la estadística reconoce que hay un aumento en la tasa nacional, que pasó de 6.2 en 2020 a 6.8 en 2023, la cual se mantuvo el año pasado. Sin embargo, esto se traduce en una incidencia de 7 mil 818 en 2020 a 8 mil 883 muertes autoinfligidas en 2023, y 8 mil 856 durante 2024, apenas 27 menos en un año.
Volviendo a Yucatán, hay otros datos que deben resultar preocupantes, particularmente los grupos de edad que concentran los mayores porcentajes de muertes autoinfligidas, que son los de 15 a 24 y de 25 a 34 años, con 22.9 y 27.4 por ciento, respectivamente. Es decir, estamos hablando de personas que están iniciando o desarrollando su actividad económica. Establecer las causas para esta situación es aventurado porque cada persona ha tenido motivaciones particulares y sus circunstancias también son distintas. Sin embargo, no es posible desligarlas de un problema estructural de carencia de oportunidades para la autorrealización de los individuos, pero también es necesario reconocer que existe una presión social que resulta cruel, en especial contra quienes han acumulado graves experiencias de discriminación, puertas cerradas y violencias sistémicas.
La estadística también dice que los hombres cometen cuatro veces más suicidio que las mujeres. En la media nacional, 80.7 por ciento de las víctimas de 2024 fueron varones, mientras que en Yucatán este porcentaje aumenta a casi 84 por ciento. Esto debiera ser indicador de un problema complejo, pero lo más probable es que como sociedad no estemos ofreciendo las respuestas adecuadas, y las instituciones tanto privadas como gubernamentales tampoco cuentan con las políticas de atención que realmente se requieren para disminuir tanto el número de personas que consideran quitarse la vida como las tasas de suicidio.
Porque también, por otro lado, la respuesta que se ofrece cuando se toma el suicidio como un problema de salud mental, se ha transformado del “échale ganas” a “debes desarrollar resiliencia” y desde otro extremo se escucha un “los problemas de los hombres no le interesan a nadie”. Al final, se responsabiliza a la víctima de su propia muerte cuando fueron muchas las heridas acumuladas por el color de piel, por llevar apellidos mayas, por haber nacido en un municipio fuera de Mérida o en una colonia marginada en la capital yucateca, aunado muy probablemente a experiencias de desnutrición, en fin, por encontrarse destinado a ser carne de la economía informal o de saber que existe un techo de cristal blindado para su desarrollo laboral.
Tampoco es un despropósito ligar el suicidio al consumo de estupefacientes, el cual cada vez se inicia a edades más tempranas. Esto porque una “tachita”, una “grapa”, un “toque”, son sinónimo de un momento de escape de la realidad, aunque el retorno a la misma sea cada vez más doloroso.
Hay, pues, una exigencia para que se reconozcan las responsabilidades sociales, económicas y políticas para cuidar la vida de cada integrante de la sociedad, para asegurar la dignidad de todas las personas y que existan oportunidades reales de inserción en la población económicamente activa y que el contar con un trabajo permita satisfacer las necesidades básicas y no solamente sobrevivir; tal vez así, dando este paso, comiencen a disminuir estos primeros lugares tan poco honrosos y que ponen en duda que Yucatán sea un gran lugar para vivir.
Edición: Fernando Sierra