Opinión
La Jornada
06/10/2025 | Ciudad de México
El presidente ecuatoriano, Daniel Noboa, amenazó ayer a los manifestantes de la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (Conaie) que se dirigen a Quito con “tratarlos como delincuentes” y con intensificar la represión con que ha decidido hacer frente a las masivas protestas populares por el desmesurado incremento en el precio de los combustibles, el aumento del IVA, las pésimas condiciones de los hospitales públicos y la inacción gubernamental ante el creciente desempleo y la precarización de los puestos de trabajo existentes.
En respuesta a las detenciones arbitrarias –cuyas víctimas son acusadas sin fundamento de “terrorismo”–, el asesinato de un comunero y el estado de excepción impuesto en la mitad de las 24 provincias del país, la Conaie señaló que “Noboa profundiza su política de guerra con el decreto que declara estado de excepción en las provincias movilizadas. Bajo el discurso del ‘orden’, el gobierno ha desatado una represión sistemática contra quienes ejercen su derecho constitucional a la resistencia”.
Lejos de rectificar políticas que han resultado desastrosas en lo social, lo económico y lo político, el noboísmo no sólo ha acentuado la represión, sino que incluso ha amenazado con pedir la ayuda militar de Estados Unidos para sofocar el descontento popular, invocando un acuerdo militar secreto firmado por el antecesor de Noboa, Guillermo Lasso, que permitiría el ingreso de las fuerzas de Washington “si la democracia está amenazada”.
A lo que puede verse, el cercado gobernante ecuatoriano ha empezado a mirarse en el espejo de algunos que lo antecedieron en el cargo, como Abdalá Bucaram (1996-1997), Jamil Mahuad (1998-2000) y Lucio Gutiérrez (2003-2005), que fueron expulsados del poder bajo la presión de revueltas indígenas y populares como la que se vive hoy en Ecuador. El temor de correr una suerte análoga explica la intensificación de la represión, la suspensión del estado de derecho en 12 provincias y la abyección de agitar el fantasma de una injerencia militar extranjera con tal de aferrarse a la silla presidencial.
Pero Noboa no parece haber asimilado la lección: que mientras se empeñaron sus antecesores en defender mediante la violencia de Estado políticas antipopulares y lesivas para el país, mayores fueron los factores que impulsaron los descontentos sociales que culminaron, a la postre, con su caída. Por eso, el empresario bananero que aún viste la banda presidencial ecuatoriana podría verse colocado, en un plazo más bien corto, en una situación irremediable. Lamentablemente, ni él ni su equipo han dado indicios de la lucidez y el sentido de nación que se requieren para emprender una rectificación profunda; por el contrario, han llevado al Ecuador a una crisis polifacética –inseguridad, aumento de la pobreza, corrupción, creciente aislamiento internacional, descontrol económico–, y bien podría ocurrir que uno de estos días ese país hermano se despierte con la noticia de que no hay presidente en el Palacio de Carondelet.
Edición: Ana Ordaz