El maíz, que desde hace siglos sostiene la mesa de los mexicanos, hoy se cultiva menos que antes. En 2003 se sembraban más de 8 millones de hectáreas en el país; para 2022 la cifra cayó a 6.9 millones. En Yucatán, donde la milpa es parte esencial de la vida comunitaria, apenas se sembraron poco más de 111 mil hectáreas, apenas 1.6 por ciento de la producción nacional.
Detrás de estas cifras hay historias de familias que han mantenido viva la milpa, pese a los cambios en la economía y en las formas de vida. En esta región, se llama monte a la selva, y su papel en la agricultura es fundamental pues la fertilidad se encuentra en la vegetación debido a la composición kárstica del suelo y al clima tropical. A lo largo de generaciones, los milperos, mediante un paciente y milenario proceso de observación, comprendieron que los lugares más propicios para sembrar eran los llamados montes altos (ka’anal k’áax en lengua maya yucateca), caracterizados por árboles que alcanzan entre 25 y 30 metros de altura. En estas zonas, la vegetación se tumba y se quema, de modo que la materia carbonizada se incorpora al suelo y lo enriquece. La siembra de maíz depende en gran medida de este ciclo: es un cultivo de temporal, sostenido por la existencia del monte, la llegada de las lluvias y otras condiciones del entorno natural.
La milpa, forma ancestral de cultivo, ha experimentado transformaciones en los últimos 50 años debido a factores como la migración al Caribe Mexicano, la escolarización formal y los programas gubernamentales de certificación ejidal. Aun así, muchos milperos mantienen sus prácticas tradicionales. Tal es el caso de la familia de don Carlos D. C., de Dzalbay, Temozón, quien recuerda acompañar desde niño a sus padres al monte Tzelk’o’op —monte al lado de la rejollada— para trabajar la milpa. En aquel tiempo, toda la familia participaba en las labores agrícolas, lo que facilitaba el esfuerzo y multiplicaba los beneficios. Otros grupos familiares también cultivaban distintos rumbos de montes altos del ejido, como Xmopila’, Keemás, Xpich, Xjumunbé, Cail y Xkandzonot, todos ellos vinculados a la presencia de cenotes.
Trabajar en conjunto les permitía reunir sus milpas en una sola área y organizarse mediante el “sistema de mano vuelta”. Don Carlos lo recuerda así: “Nos juntábamos mi papá, mi tío, mis hermanos y mis cuñados; cuando hacíamos una milpa grande, para no tardar tanto en abrir los guardarrayas, entre todos nos ayudábamos y hacíamos la quema de un solo golpe. Así llegamos a tumbar hasta quince hectáreas, pero siempre entre todos”.
Actualmente, don Carlos cultiva una milpa de unas dos hectáreas. Su padre, su hermano, su cuñado y otros ejidatarios dejaron de trabajar en esa zona por la lejanía del monte, pues quienes son mayores o tienen dificultades para trasladarse prefieren sembrar en los montes bajos (en recuperación de la vegetación), más cercanos al poblado. Sus hijos conocen el trabajo de la milpa, pero hoy son profesionistas y viven en Cancún. Como él mismo dice: “Mis hijos agarraron otro tipo de trabajo, y mi trabajo es mi trabajo [ser milpero], porque de ahí saco la comida, ahí saco el pan”.
Además de la milpa, don Carlos aprendió de su padre la apicultura, actividad que practica cerca de la rejollada que da nombre al lugar. Allí obtiene en temporada de lluvias el agua para alimentar a sus abejas y, junto con su familia, construyó una pequeña casa donde descansan, se resguardan del sol y la lluvia, guardan herramientas y pasan la noche para cuidar la milpa de los tejones que suelen invadirla en busca de alimento.
Como él mismo dice, el monte le da el sustento, “el pan”; mediante la milpa, la cacería de venados, tuzas, tepezcuintles y la extracción de combustible vegetal para uso doméstico. El recurso económico lo obtiene de la apicultura; de esta forma pudo solventar los estudios de sus cuatro hijos.
Don Carlos es el último milpero de su familia que cultiva en Tzelk’o’op en compañía de su esposa, su hija y su perro compañero “negro”. Ahí está su milpa, sus abejitas y su casita, como él afectivamente expresa. Para mayor referencia sobre el trabajo en el monte, puedes ver Memoria del monte: el rumbo familiar en:
https://vimeo.com/1033301539/b21dbd2c4a
Alejandro Cabrera Valenzuela es antropólogo social del Centro INAH Yucatán
Inés Ortíz Yam es investigadora de la Unidad de Ciencias sociales – CIR – UADY
Coordinadora editorial de la columna:
María del Carmen Castillo Cisneros, antropóloga social Centro INAH Yucatán
Edición: Fernando Sierra