Opinión
Marlene Falla
29/09/2025 | Mérida, Yucatán
Durante el siglo XVIII, en Izamal, Yucatán, no existían instituciones que atendieran a los niños abandonados —llamados entonces expósitos— como ocurría en otras regiones de México. Eran familias particulares quienes los recogían y asumían su cuidado.
Izamal registró un alto porcentaje de expósitos en aquella época. En contraste, en poblaciones como Acanceh, donde más del 95 por ciento de la población era maya, la ilegitimidad apenas alcanzaba uno por ciento. Esto muestra que, mientras más compleja era la composición social de una localidad, mayor era la incidencia del abandono infantil. Recordemos que en ese tiempo en Izamal convivían españoles, mayas, mestizos, mulatos y pardos.
Las familias que recibían a los niños expuestos probablemente lo hacían por varias razones. En primer lugar, solían ser familias pudientes capaces de procurarles alimento y cuidado. También, en muchos casos, eran matrimonios sin hijos que acogían a estos pequeños como propios. Otras veces, se trataba de niños que eran hijos del señor de la casa –producto de una relación extramarital– en cuyas casas eran abandonados para que quedaran bajo el cuidado del padre biológico. Incluso hubo casos en que eran encontrados por casualidad, en la calle, por algún transeúnte trasnochado que regresaba a su hogar.
Algunas familias llegaron a hacerse cargo de varios niños abandonados. Un ejemplo es el de Don Pedro Gamboa y su esposa, Doña Bernarda Rodríguez, españoles avecindados en Izamal, quienes, a pesar de tener ocho hijos propios, entre 1770 y 1797 recogieron a cuatro pequeños que fueron dejados en las afueras de su casa.
Algunas familias nunca tuvieron hijos propios, como la formada por Don Matías Sansoles y Doña Francisca López, quienes acogieron a cinco niños expósitos; uno en 1787, dos en 1789, otro en 1793 y un último en 1794. Quizá fueron elegidos con la esperanza de que los criaran como parte de su familia. Pero no solo los españoles se hicieron cargo de niños así, también lo hicieron los mayas. Un ejemplo fue el matrimonio conformado por Don Diego Pech y Doña Simona Chulim, con cinco hijos propios y que además recibieron a tres pequeños abandonados. Don Diego era hidalgo —su condición se asentaba en cada bautizo de sus hijos—, título que le otorgaba privilegios como la exención de ciertos tributos y pagos. Su desahogada situación económica seguramente le permitió sostener tanto a su familia como a los niños recogidos.
Podemos decir que el abandono de niños en el siglo XVIII no se debió únicamente a motivos económicos. También influyeron factores como la muerte de la madre, el ocultamiento de relaciones prohibidas por la Iglesia o la presencia de epidemias, que solían incrementar los casos de abandono, como ocurrió tras la viruela de 1782.
Cabe destacar que los niños acogidos por familias no siempre recibían el mismo trato que los hijos biológicos. Muchos morían poco después de haber sido abandonados, y los que sobrevivían, en la mayoría de los casos, terminaban formando parte de la servidumbre. Aunque muchos de estos niños pasaban a formar parte de la servidumbre, solían tomar el apellido de las familias donde habían sido abandonados y, en muchos casos, también su asignación racial —ya fuera mestizo o español—. Al llegar a la edad adulta, era común que esas mismas familias facilitaran alianzas matrimoniales entre los expósitos.
También hubo casos en los que las madres, después de algunos años, decidían reclamar a los hijos que habían abandonado, sobre todo cuando estos ya estaban en edad de trabajar y sostener un hogar. Un ejemplo se dio en 1821, en un pleito por una niña llamada Valentina, en donde el padre adoptivo terminó exigiendo que se la devolvieran, argumentando que le había salvado la vida y la había criado. El juez falló a su favor y determinó que la niña regresara con su bienhechor, para que con su servicio compensara más de 10 años de gastos en lactancia y asistencia médica.
En conclusión, durante la época colonial en Izamal los niños expósitos solían ser acogidos por familias pudientes, capaces de brindarles alimento, cuidado y protección. Sin embargo, al crecer la mayoría pasaba a formar parte del servicio doméstico. Algunos, con más fortuna, alcanzaban ciertos privilegios, como convertirse en capataces o damas de compañía, lo que les permitía acceder a un nivel de vida un poco más favorable.
Marlene Falla es profesora investigadora en Etnohistoria del Centro INAH-Yucatán
Coordinadora editorial de la columna:
María del Carmen Castillo Cisneros; profesora investigadora en Antropología Social
Edición: Estefanía Cardeña