Opinión
Lourdes Álvarez
26/11/2025 | Mérida, Yucatán
El tiempo es un chicle. No uno triste pegado bajo la mesa, sino uno colorido, caprichoso, de esos que comprábamos en la infancia y que podían inflarse hasta casi reventar. Cuando esperamos algo con impaciencia, el tiempo se estira como si quisiera poner a prueba nuestra paciencia, y cada segundo parece tener vida propia. Pero cuando estamos a gusto, cuando la vida nos sonríe o simplemente estamos en paz, ese mismo chicle se encoge y desaparece sin dejar rastro. Así nos recuerda que sentir es parte del milagro de estar vivos.
A veces decimos que “perdimos cinco años de vida” en una relación o una etapa difícil, pero la vida no se pierde: se vive, incluso cuando sabe a chicle sin sabor. El tiempo que atravesamos, por más torcido que sea, siempre nos deja algo. A veces un aprendizaje, a veces una herida, a veces una fuerza que ni sabíamos que teníamos. Todo forma parte del extraño pero generoso proceso de ser humanos. Nada está realmente perdido si lo vivimos con conciencia, aunque al inicio nos duela aceptarlo.
También repetimos la frase “no te he buscado porque no tengo tiempo”. Pero el tiempo no se escapa como si fuera un gato asustado: sigue ahí, constante, silencioso, ofreciéndose sin pedir explicaciones. Lo que cambia es cómo lo usamos, en dónde lo colocamos, con quién lo compartimos. A veces estamos realmente ocupados; otras, la otra persona ya no es prioridad; y muchas veces vivimos tan en automático que no escuchamos ni nuestros propios latidos. Aun así, esta falta de atención no es un fracaso: es una señal de que seguimos aprendiendo a habitar nuestro propio ritmo.
Los relojes, esos pequeños supervisores que llevamos en la muñeca, parecen empeñados en regañarnos: ¡rápido, vas tarde! Y el celular, ese jefe digital, nos lanza recordatorios, pendientes y notificaciones sin descanso. Sin embargo, si aprendemos a cambiar la mirada, descubrimos que el tiempo medido no es una amenaza: es una brújula. Cada hora marcada nos recuerda que estamos vivos, que tenemos un día más, un intento más, un respiro más.
Quizá lo más valioso de que el tiempo sea limitado es que nos invita a vivir con mayor conciencia. A saborear lo que antes dábamos por hecho. A agradecer lo cotidiano: un abrazo, un café caliente, una conversación que nos acomoda el alma. El tiempo medido, lejos de ser un castigo, es una oportunidad maravillosa para no desperdiciarnos a nosotros mismos.
Al final, cada quien mastica su propio chicle del tiempo: uno que a veces se estira, otras se pega al zapato, y otras tiene un sabor inesperadamente dulce. Lo importante es recordar que el tiempo no se pierde: se transforma. Y que cada día, con sus ritmos y sorpresas, es un regalo enorme que la vida nos pone en las manos para que lo usemos como queramos, pero con plena conciencia de que es nuestro, y de que es único.
Edición: Ana Ordaz