Opinión
La Jornada
04/12/2025 | Ciudad de México
La presidenta
Claudia Sheinbaum Pardo anunció un aumento de 13 por ciento en el salario mínimo general, y de 5 por ciento para la Zona Libre de la Frontera Norte, con lo que en 2026 alcanzará 9 mil 582 y 13 mil 409 pesos, respectivamente. Como resaltó el secretario del Trabajo y Previsión Social, Marath Bolaños, con estos incrementos ya hay una recuperación de 154 por ciento en el poder adquisitivo del salario mínimo respecto al monto vigente antes del inicio de la Cuarta Transformación (apenas 2 mil 650 pesos en la mayor parte del país), y en la frontera norte ya se logró el objetivo de bienestar fijado por la mandataria para el final de sexenio: que el sueldo base alcance para comprar 2.5 canastas básicas.
Asimismo, ayer la mesa directiva del Senado recibió la iniciativa presidencial para reducir la jornada laboral de 48 a 40 horas semanales, calificada como “un paso firme hacia una vida laboral más justa, digna y equilibrada” por la cabeza de la Cámara alta, Laura Itzel Castillo. Tanto el alza al salario mínimo como la reducción de la jornada laboral fueron previamente consensuadas con los sectores obrero y patronal, por lo que su aprobación debería transcurrir sin mayores sobresaltos. Se trata, sin duda, de conquistas de la clase trabajadora que abonan al bienestar, tanto en su estricto sentido económico como en el más amplio de calidad de vida, pues la convergencia de los horarios laborales con los establecidos en las naciones con mejores índices de desarrollo humano conlleva beneficios a la salud mental, la creatividad, los derechos al descanso y el esparcimiento, la conciliación de vida y trabajo y la convivencia familiar.
Si a dichos avances se suman otros como las reformas en materia de pensiones (2020 y 2024) y la que regula la subcontratación (2021), resulta claro que hay un cambio evidente frente al paradigma laboral neoliberal que sacrificó a la inmensa mayoría de los trabajadores para favorecer a un puñado de grandes corporaciones. Aunque no se ha puesto fin a las deplorables prácticas de simulación urdidas por empresas de todos tamaños para eludir sus obligaciones patronales, es un hecho que millones de empleados subcontratados fueron transferidos a la nómina de sus verdaderos empleadores, con lo que hoy gozan del reconocimiento de su antigüedad; acceso completo a prestaciones como aguinaldo y vacaciones; la correcta cotización ante el IMSS e Infonavit y el aumento en el monto del reparto de utilidades.
Y si bien tampoco se encuentra resuelta la difícil cuestión del retiro (complicada por factores como el envejecimiento demográfico), no pueden subestimarse datos como que el porcentaje de trabajadores con posibilidades de pensionarse haya pasado de 25 a 80 por ciento, o la existencia del Fondo de Pensiones para el Bienestar, con el cual el Estado complementa las pensiones exiguas a fin de garantizar ingresos dignos a quienes afrontan el término de su vida laboral. Un pendiente adicional, igualmente complicado, es el alto porcentaje de personas que permanecen en la informalidad laboral.
Entre las críticas a las medidas señaladas, una de las más recurrentes es la que denuncia la falta de sustento económico de las alzas al salario mínimo por encima del crecimiento del producto interno bruto y de la productividad. Más allá de la hipocresía de atacar las mejoras salariales pero callar ante la captura de la (mucha o poca) riqueza generada por parte de los ultra ricos, es preciso recordar que todos los incrementos impulsados por la presidenta Sheinbaum y su antecesor, Andrés Manuel López Obrador, sólo han logrado que el salario mínimo vuelva al nivel que tenía en 1980, pues casi cuatro décadas de neoliberalismo destruyeron el poder adquisitivo de los trabajadores en una auténtica operación de transferencia de la riqueza hacia arriba: entre 1978 y 1998, el sueldo perdió cuatro quintas partes de su valor, mientras de 1994 a 2018 tuvo una disminución en términos reales de 9 por ciento debido a una política de contención salarial que lindaba con el sadismo. Con esta perspectiva, está claro que no se regala nada a los trabajadores ni se imponen ingresos fuera de la realidad; únicamente se coloca al país en vías de restituir el derecho a vivir con dignidad gracias al producto del trabajo.
Edición: Ana Ordaz