Opinión
La Jornada Maya
08/12/2025 | Playa del Carmen, Quintana Roo
En México, y particularmente en Quintana Roo, la conversación ambiental atraviesa un fenómeno preocupante: una parte creciente del debate público se decide más por la indignación inmediata que por los datos técnicos.
En redes, las etiquetas y los juicios absolutos circulan con mayor velocidad que las evaluaciones ambientales. Cuando esto ocurre, proyectos que sí cumplen la ley, sí son sostenibles y sí representan modelos de desarrollo responsable pueden convertirse, en cuestión de horas, en blanco de críticas que no corresponden a su realidad
Eso fue exactamente lo que ocurrió con Casa D, un proyecto turístico de baja densidad ubicado en Playa del Carmen, al norte del estado. La polémica: acusaciones virales sin sustento. A finales de agosto, una nota publicada en un medio nacional desató una ola de comentarios y especulaciones, más por su promovente, Diego Dreyfus, que por la información técnica del proyecto.
Las notas afirmaban que Casa D recurriría a “palos para espantar fauna” y sugerían que se trataba de un proyecto ambientalmente riesgoso, vinculado además a decisiones del gobierno del estado. Ninguna de estas afirmaciones correspondía a la realidad. La narrativa se viralizó, alimentada por la lógica algorítmica que privilegia lo emocional sobre lo verificable. Las redes reprodujeron imágenes, comparaciones y juicios sin considerar los documentos oficiales, particularmente el Dictamen Técnico Unificado (DTU) emitido por la autoridad federal en noviembre de 2024, después de más de un año de análisis técnico y consulta pública.
En pocas horas, Casa D fue colocado injustamente en la categoría de “proyecto depredador”, pese a que su diseño, sus parámetros y su densidad lo situaban en el extremo opuesto. La polémica se volvió un síntoma claro de lo que hoy enfrenta el ambientalismo en México: una mezcla de preocupación legítima y desinformación viral que dificulta evaluar cada caso con rigor. El contexto real: un proyecto de baja densidad y cumplimiento estricto.
Los documentos técnicos muestran una historia distinta. La Unidad de Gestión Ambiental (UGA) permite hasta cinco cabañas por hectárea. Casa D contempló exactamente 0.5 por hectárea: 11 cabañas distribuidas en 21.6 hectáreas. Es decir, diez veces menos que el máximo permitido. Lejos de un megaproyecto, se trata de un desarrollo turístico pequeño, regulado y de mínima huella ecológica.
El DTU -instrumento obligatorio para este tipo de proyectos- integra: caracterización ambiental detallada, evaluación de impactos, opiniones de los tres niveles de gobierno, condiciones obligatorias de mitigación y mecanismos de vigilancia ambiental. Respecto al elemento más viralizado -los supuestos “palos”- el expediente aclara que no se trata de ningún contacto físico con la fauna, sino de estímulos acústicos regulados, una técnica aprobada para que los animales se retiren de forma natural sin riesgo ni daño. Nada en el proyecto estaba fuera de la ley; nada corresponde al tono alarmista con el que fue presentado inicialmente.
El trasfondo: desigualdades heredadas y la urgencia de un desarrollo sostenible. Playa del Carmen pertenece al norte turístico de Quintana Roo, una región que ha crecido aceleradamente pero no de forma homogénea. La herencia de gobiernos neoliberales, que permitieron un desarrollo urbano desordenado y desigual, dejó múltiples zonas vulnerables, servicios presionados y ecosistemas debilitados.
Ante este panorama, el verdadero dilema no es detenerlo todo, sino promover proyectos que cumplan la ley, minimicen impactos y convivan con la biodiversidad. Casa D es precisamente eso: un proyecto pequeño, con densidad por debajo de la norma, con mecanismos de protección a la fauna y con un diseño que preserva la mayor parte del terreno.
Desde la lógica de la Sustentabilidad del Humanismo Mexicano, el ambientalismo no puede entenderse como una negación automática al desarrollo, sino como un esfuerzo por armonizar dos elementos igual de importantes: las personas y el medio ambiente. El impacto cero no existe; lo que sí existe es la responsabilidad de reducir al máximo los efectos negativos sin frenar el desarrollo humano, social y económico, especialmente en territorios que arrastran desigualdades históricas. Utilizar el discurso ambiental para justificar que comunidades enteras sigan en el rezago no es justicia ambiental es condenarlas, otra vez, al olvido.
En un estado que enfrenta rezagos estructurales heredados, bloquear proyectos sostenibles por información inexacta no protege al territorio; lo condena a mantener las desigualdades de siempre. La lección: el ambientalismo necesita rigor, no reacciones. La experiencia de Casa D revela un patrón: en el ecosistema digital, la alarma viaja más rápido que la evidencia. La sostenibilidad exige lo contrario. No basta con criticar; hay que exigir veracidad, cumplimiento ambiental verificable y proyectos de baja huella que sí aporten al bienestar local.
Casa D genera un impacto -todo desarrollo lo implica-, pero representa un ejemplo de cómo debe construirse en Quintana Roo de ahora en adelante: con densidad reducida, con estricto cumplimiento legal, con criterios ecológicos claros y con coexistencia respetuosa entre desarrollo y naturaleza. Es, en los hechos, el tipo de desarrollo sustentable y humanista al que deberíamos aspirar: uno que reconoce que la naturaleza debe ser protegida, pero también que las personas que habitan el territorio tienen derecho a prosperar.
La conversación ambiental debe volver al rigor: al análisis técnico, a la evidencia y a la verdad verificable, por encima del ruido mediático. Si un proyecto tiene fallas reales, los elementos técnicos y jurídicos lo demostrarán con contundencia. Pero cuando no es así, frenar desarrollos sostenibles sólo perpetúa las desigualdades históricas que muchas regiones de nuestro estado aún necesitan superar. La sostenibilidad requiere responsabilidad, sí, pero también justicia territorial y oportunidades reales para nuestra gente.
Edición: Fernando Sierra