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Los boletos para acudir a alguno de los 104 partidos de la Copa Mundial 2026 han alcanzado precios astronómicos cuando todavía falta medio año para el inicio del torneo organizado por México, Estados Unidos y Canadá. En principio, las entradas ofrecidas por la FIFA en septiembre pasado (cuando todavía se desconocían los nombres de muchas selecciones participantes, así como todos los cruces) iban de mil 92 a 122 mil pesos, pero se agotaron de inmediato en los canales oficiales y en la reventa ya tienen un piso de 64 mil 900 pesos, con un techo de casi 23 millones en el caso de la final que se jugará en Nueva York-Nueva Jersey el 19 de julio.

Debe señalarse que incluso los precios legales triplicaron lo ofrecido por los organizadores en su documento de candidatura publicado en 2018: en aquel momento, se prometió que la entrada más económica costaría 21 dólares (en realidad fueron 60) y que el camino completo para seguir a un equipo desde su primer partido hasta la final rondaría 2 mil 242 dólares en la categoría más barata, pero ya está visto que no podrá hacerse por menos de 6 mil 900 dólares. Por ello, el grupo Football Supporters Europe (FSE) pidió ayer a la FIFA que “detenga la venta de boletos para el Mundial, entable una consulta con todas las partes afectadas y revise los precios” hasta encontrar “una solución que respete la tradición, la universalidad y la importancia cultural” de este evento que por décadas ha sido el más seguido por televidentes y aficionados de todo el planeta. En particular, la FSE destaca que las entradas para la competición en Norteamérica son cinco veces más costosas que las de la edición de 2022 en Qatar, un incremento totalmente desproporcionado desde cualquier perspectiva.

Los precios abusivos impuestos para el Mundial se inscriben en el fenómeno denominado funflation; es decir, inflación de los costos del entretenimiento muy por encima del índice inflacionario general, el cual afecta a los espectáculos en vivo más solicitados por los consumidores, así como a otras diversiones como el cine, bares y restaurantes de moda. Las cifras son muy ilustrativas tanto a escala global como en el caso mexicano: en 1985, un estudiante estadunidense con un trabajo de verano (por el que se gana el salario mínimo) podía pagar una entrada para ver a los cantantes más famosos del momento con tres o cuatro horas de trabajo, mientras en la actualidad el acceso a un artista de calibre similar le exigiría 60 horas de trabajo. De regreso al futbol, el que era espectáculo popular por excelencia ahora exige sacrificios enormes a la clase trabajadora, o de plano está fuera de su alcance. El boleto más caro para la final de la liga mexicana de futbol costó 150 pesos en 2002, mientras en 2024 se elevó a 4 mil pesos, sin contar reventa: de cuatro a 16 días de salario mínimo, pese a que en los últimos siete años el sueldo base pasó de 88 a 315 pesos.

La funflation se explica, hasta cierto punto, por el auge de la “economía de la experiencia”, consistente en que los consumidores valoran los acontecimientos más que la adquisición de bienes y, por lo tanto, están dispuestos a pagar mucho más que antaño por hacerse presentes en un evento que pueden exhibir en sus redes sociales. También juega un papel insoslayable la consolidación de monopolios como Ticketmaster, Live Nation u Ocesa, las cuales eliminan la competencia al controlar tanto los recintos como la venta de boletos. Por supuesto, la propia FIFA es un monopolio global en lo referente al futbol profesional. El advenimiento de la era digital ha dado nuevas herramientas a las empresas monopólicas para desplumar a sus clientes; por ejemplo, mediante “tarifas dinámicas”: en vez de establecer un precio y permitir que los fanáticos más devotos acampen a fin de alcanzar un boleto, las compañías elevan el costo en función de la demanda, convirtiendo las ventas en subastas delirantes.

Una mirada superficial podría sugerir que no hay nada malsano en el panorama descrito, pues se trata simplemente de la ley de la oferta y la demanda en acción. Pero el hecho es que encarecer de manera artificial espectáculos de masas atenta contra el derecho humano a la cultura y el esparcimiento. Además, resulta inseparable del auge paralelo de la desigualdad y de la economía criminal, pues está claro que sólo dos tipos de personas pueden desembolsar 23 millones de pesos por ver un partido de futbol: los capos del crimen organizado y los beneficiarios de la explotación laboral, la evasión fiscal, la desregulación financiera y la concentración nociva de la riqueza.



Edición: Ana Ordaz


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