Opinión
La Jornada
17/12/2025 | Ciudad de México
La Corte Interamericana de Derechos Humanos (Coridh) declaró que el Estado mexicano es responsable por la “violación sexual, tortura y muerte” de Ernestina Ascencio Rosario, perpetradas en 2007 por parte de un grupo de soldados en la sierra de Zongolica, Veracruz. El tribunal, perteneciente a la Organización de los Estados Americanos (OEA), resolvió que el Estado incumplió su deber de brindar atención médica oportuna a las graves lesiones que causaron la muerte de la mujer indígena náhuatl que tenía 73 años de edad. Asimismo, determinó que los hechos no se investigaron con la “debida diligencia reforzada” ni se garantizó el acceso a la justicia en condiciones de igualdad a los hijos e hijas de la señora Ascencio Rosario. Para la Coridh, la indagatoria fue cerrada “prematuramente” sin haber agotado las líneas, no fue conducida con un enfoque interseccional, particularmente relevante por tratarse de una mujer indígena mayor, ni incorporó perspectivas de género, étnica ni etaria.
La violación y asesinato de Ernestina Ascencio fue una especie de aviso del horror que Felipe Calderón desataría sobre el país tras usurpar la Presidencia de la República con la complicidad del Congreso –dominado entonces por el PAN y el PRI–, de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) presidida por Mariano Azuela Güitrón y Guillermo Ortiz Mayagoitia, el Instituto Federal Electoral encabezado por Luis Carlos Ugalde, el gran empresariado y la casi totalidad de los medios de comunicación.
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El 25 de febrero de 2007, vecinos del pueblo de Tetlatzinga, municipio de Soledad Atzompa, encontraron a la anciana tirada en un paraje ubicado a escasos metros de un campamento militar, la levantaron y subieron a una camioneta. Después de peregrinar por varios centros de salud, lograron que fuera admitida en el hospital regional de Río Blanco, donde falleció horas después. En su agonía, Ernestina Ascencio relató que fue agredida por militares, y el hecho de que padeció una violación sexual y murió como resultado de agresiones fue corroborado en el acta de defunción, la primera necropsia firmada por tres médicos legistas, el dictamen del subprocurador estatal, y declaraciones del procurador estatal, Demetrio López. Las causas de la muerte fueron traumatismo craneoencefálico, fractura y luxación de vértebras cervicales y anemia aguda. De acuerdo con el director del nosocomio, el intestino de la mujer fue perforado por un objeto extraño introducido en el recto. Ese mismo 26 de febrero, el comandante de la 26 Zona Militar de la Secretaría de la Defensa Nacional, Sergio Arturo Aragón, acudió a los domicilios de los deudos y les presentó a cuatro efectivos militares “que iban vestidos de civil y en calidad de detenidos”.
El entonces alcalde de la localidad ratificó que el mando “dijo que esos eran los posibles responsables de la agresión sexual a nuestra hermana mayor”, como se refieren a las personas de la tercera edad.
Sin embargo, el 13 de marzo, Calderón decidió suplantar las evidencias científicas y los testimonios con un relato agraviante: aseguró que la anciana murió de “gastritis crónica” y decidió anular toda la indagatoria previa. A instancias de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, presidida por José Luis Soberanes, el cuerpo de la víctima fue exhumado y se practicó una nueva necropsia, con un dictamen que daba razón al mandatario y que había sido adelantado por el ombudsman antes incluso de la diligencia.
Fernando Cervantes Duarte, coordinador de servicios periciales de la segunda visitaduría de la CNDH, quien estuvo a cargo de la observación del proceso, reconoció que “por el estado de descomposición del cadáver ya no es posible validar las muestras externas o visibles”; es decir, la CNDH descartó la violencia a sabiendas de que no contaba con ningún elemento para ello.
En vez de condenar lo ocurrido, la OEA premió a una de las responsables directas en el encubrimiento del crimen: en 2010, nombró presidenta del Comité Directivo de la Comisión Interamericana de Mujeres a Rocío García Gaytán, la titular del Instituto Nacional de las Mujeres del calderonato que descalificó el testimonio de la víctima por haberlo pronunciado en su lengua materna, el náhuatl. García validó la versión de Calderón porque “es el presidente; tiene información privilegiada, tiene que estar enterado, y no es sospechoso que haya adelantado un dictamen”.
En suma, es cierto que el Estado mexicano, como un todo institucional, conspiró para dejar impune el asesinato de Ernestina Ascencio Rosario, con el muy probable objetivo de facilitar la estrategia de violencia de Estado y enriquecimiento ilícito puesta en marcha por Calderón y su mano derecha, Genaro García Luna. Al mismo tiempo, los 18 años transcurridos entre el crimen y la sentencia y el que ésta se produzca ahora dejan pocas dudas acerca de que el fallo se inscribe en el permanente golpeteo de la OEA y sus instancias contra los movimientos progresistas como el que hoy gobierna México.
Si la Comisión y la Corte interamericanas se hubiesen pronunciado de manera oportuna, pudieron haber tenido incidencia en frenar el baño de sangre desatado en los casi seis años que todavía le quedaban al calderonato cuando Ernestina Ascencio fue atacada; a estas alturas, más que una reivindicación de las víctimas, es una prueba de la parcialidad y la ineficacia de dichos organismos.
Edición: Estefanía Cardeña