Opinión
La Jornada
23/12/2025 | Ciudad de México
El 22 de diciembre de 1997, casi un centenar de paramilitares irrumpió en la comunidad chiapaneca de Acteal y masacró a 45 personas que atendían un servicio religioso, de las cuales cuatro eran mujeres embarazadas.
Pese a que la matanza se prolongó por horas, agentes de la policía estatal que se encontraban en las inmediaciones no sólo no acudieron a auxiliar a las víctimas, sino que, de acuerdo con testimonios de los sobrevivientes, facilitaron el paso a los agresores.
Los mismos oficiales y funcionarios del gobierno encabezado por Julio César Ruiz Ferro alteraron la escena del crimen y desaparecieron pruebas antes de que se presentaran elementos de la entonces Procuraduría General de la República, quienes, por lo demás, tampoco hicieron esfuerzos para esclarecer los hechos.
La masacre no se produjo de manera repentina ni inadvertida: los habitantes alertaron reiteradamente hostigamiento, quema de casas y desplazamientos forzados por parte de grupos paramilitares entrenados por el Ejército y financiados por las autoridades estatales, todo ello con el conocimiento de la Secretaría de Gobernación, el presidente Ernesto Zedillo (1994-2000) y altos mandos castrenses.
Como denunciaron las víctimas y se ha corroborado exhaustivamente a través de los años, la barbarie contra integrantes de la Sociedad Civil Las Abejas fue uno de los puntos culminantes de la estrategia de contrainsurgencia urdida por el zedillismo para destruir las bases del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), una guerra irregular indiscriminada que se cebó tanto en zapatistas como en meros simpatizantes (como los caídos en Acteal) y personas sin participación alguna en el conflicto.
Desde un principio, Zedillo echó mano de los medios de comunicación afines para instalar un relato según el cual la masacre fue en realidad un enfrentamiento entre indígenas divididos por líneas étnicas y religiosas.
Pese al absurdo de un choque armado en el que todas las víctimas pertenecían a un mismo bando, esta narrativa fue retomada una década después por intelectuales y académicos para instrumentar una campaña mediática a favor de la liberación de los asesinos materiales.
Encabezada por Héctor Aguilar Camín, Hugo Eric Flores Cervantes y Ricardo Raphael, la cruzada de la impunidad convirtió al Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE), en el cual trabajaban los dos últimos, en despacho de litigantes al servicio de los criminales.
El 12 de agosto de 2009, cuatro de los cinco ministros integrantes de la primera sala de la Suprema Corte de Justicia de la Nación infligieron una segunda muerte a las víctimas al ordenar la liberación inmediata de 20 de los victimarios con el argumento de vicios de procedimiento.
Con su fallo, Juan N. Silva Meza, Olga Sánchez Cordero (nombrados por Zedillo), así como Sergio Valls Hernández y José Ramón Cossío Díaz (nombrados por Vicente Fox), pusieron en la calle a dos decenas de asesinos y abrieron la puerta para la posterior excarcelación de medio centenar más.
Como sostuvo el único ministro que votó en contra de la sentencia elaborada por Silva Meza, José de Jesús Gudiño Pelayo, la ley indica con claridad el camino para mantener la integridad de la justicia cuando hay dudas sobre el procedimiento: ordenar un nuevo juicio que corrija las faltas al debido proceso.
Los autores intelectuales del crimen nunca fueron judicializados: Zedillo, su secretario particular Liébano Sáenz, el ex titular de Gobernación Emilio Chuayffet Chemor, el ex gobernador Ruiz Ferro, el ex procurador Jorge Madrazo Cuéllar, la alta oficialidad de la Secretaría de la Defensa Nacional y comandantes de la séptima Región Militar no encararon otra consecuencia que la destitución de sus cargos; en el caso de Chuayffet y Ruiz renunciaron, pero el resto ni eso.
La impunidad absoluta para cómplices y encubridores tuvo un impacto duradero en la vida pública del país, pues habilitó la continuidad de la guerra sucia en Chiapas y sirvió como manual para los perpetradores de ulteriores atrocidades.
Así, es imposible desligar la “verdad histórica” del peñato en torno al caso Ayotzinapa de la leyenda del “conflicto intercomunitario” urdida por el ex mandatario.
Tampoco son extrañas entre sí las operaciones de Estado para eliminar evidencias emprendidas en uno y otro caso; por el contrario, formaron parte del mismo manual de denegación de justicia empleado por los gobernantes del ciclo neoliberal contra disidencias y movimientos sociales.
El Poder Judicial que diseñó a su gusto podrá haber bloqueado cualquier posibilidad de sentarlo ante el banquillo por su estrategia de exterminio, pero Ernesto Zedillo nunca logrará desligarse de la barbarie que desató en Acteal, un nombre que sintetiza el carácter represivo y criminal de su régimen.
Edición: Ana Ordaz