Opinión
La Jornada
29/12/2025 | Ciudad de México
De acuerdo con una encuesta de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), las políticas antimigratorias impuestas por la administración Trump en Estados Unidos han provocado un incremento de las personas en movimiento que permanecen en México por largos periodos, pero en su mayoría no disponen de un documento que les permita una estancia regular en nuestro país. De un total de 548 extranjeros encuestados, 72 por ciento dijeron no tener un permiso de residencia.
Por su parte, Giovanni Lepri, representante saliente del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) en México, resaltó que el país “se ha vuelto de asilo” que “ha brindado a personas refugiadas una segunda oportunidad, la posibilidad de reconstruir su vida”, si bien tiene ante sí el desafío de consolidar una política pública “estable, sostenible y efectiva” para responder a las necesidades de las personas en movilidad que han salido de sus lugares de origen por amenazas, violencia o persecución.
Ciertamente, la condición nacional como territorio de asilo, refugio y acogida se funda en una larga tradición histórica que ha permitido a innumerables personas escapar de guerras, de regímenes represivos, de situaciones de violencia generalizada y del hambre.
Momentos estelares de esa tradición son la recepción de oleadas de libaneses que no querían vivir bajo el Imperio Otomano, de decenas de miles de republicanos españoles que escaparon de su país durante y tras la guerra que culminó con la instauración de Francisco Franco como dictador y de judíos europeos que huían del genocidio emprendido por la Alemania nazi. Más tarde, en la segunda mitad del siglo pasado, México recibió a un sinfín de centro y sudamericanos perseguidos por las dictaduras militares que Washington instauró en el subcontinente. Ya en el siglo XXI, el cierre de fronteras y la persecución de migrantes que han caracterizado a los dos periodos de Donald Trump en la Casa Blanca han hecho que miles de personas que buscaban establecerse en Estados Unidos hayan convertido su tránsito por México en una estancia más duradera.
A contrapelo de esa política humanista que trasciende los sexenios y en la que convergen la sociedad y el gobierno, en el ámbito administrativo subsisten el burocratismo y la desatención a quienes llegan al país para salvar la vida o, simplemente, en busca de un mejor futuro. El rezago y la discrecionalidad caracterizan la entrega de documentos de residencia y en los aeropuertos internacionales se han registrado no pocas situaciones vergonzosas en las que las autoridades migratorias han rechazado injustificadamente el ingreso a territorio nacional de personas procedentes de otros países. Más aún, México no tiene una política de Estado para la asimilación y la inserción de inmigrantes en la economía y los servicios.
Tales circunstancias son injustificables si se contrastan con la voluntad nacional de ser y de seguir siendo tierra de asilo y acogida. Incluso desde la perspectiva del interés nacional, el asentamiento de extranjeros es positivo si se tiene en mente el dato oficial según cual el desempleo se ha colocado como uno de los menores del mundo y muy por debajo, en todo caso, del indicador respectivo en Estados Unidos, que en agosto pasado era de 4.3 por ciento, frente a 2.9 por ciento de México.
Por último, si se considera que la incorporación a la vida nacional de personas procedentes de otras naciones, lejos de perjudicar al país, lo ha enriquecido en todos los sentidos, salta a la vista la necesidad de analizar una reforma que actualice y adapte a las nuevas circunstancias la Ley de Migración, promulgada en 2011, y que se emprenda una reformulación institucional del Instituto Nacional de Migración para convertirlo en un organismo más sensible, flexible y eficaz.
Edición: Ana Ordaz