En la historia política, el siglo XIX estuvo marcado por un fenómeno en el hemisferio occidental: la aparición del Estado-nación, que vino acompañada de la creación de instituciones laicas.
Estos nuevos Estados necesitaban manifestar su presencia (en el escenario político, los Estados nunca dejan de hablar, recuerdan Derek Sayer y Philip Corrigan). En el terreno de lo simbólico, en México se dio una lucha –además de la guerra de Reforma –en la cual lo que estaba en disputa era el espacio público para la realización de ceremonias. El triunfo del grupo liberal está, más que en el establecimiento de una república federal y las leyes que dieron origen a la guerra de tres años, en la fecha de promulgación de la Constitución de 1857, que coincide con la fiesta de San Felipe de Jesús, que era la principal de la Iglesia católica mexicana, y no en balde el Constituyente de 1917 promulgó la carta magna vigente hasta hoy en el mismo día.
Los Estados han requerido de ceremonias de lo más diversas: desde el izamiento de la bandera a los desfiles militares para conmemorar la independencia; de la toma de protesta hasta el informe de gobierno en todos sus niveles.
Este lunes llegamos a la sima del ritual del informe presidencial, y no es que se extrañen aquellas comisiones de cortesía, guardias de honor, presencia del Estado Mayor Presidencial, invitados especiales, cadetes vestidos de gala y demás parafernalia asociada a la ceremonia, pero sí resulta preocupante la devaluación de los dos principales actores: la investidura del jefe del Ejecutivo y el Congreso de la Unión, este último como representación de la nación mexicana.
El informe solía ser una de las principales ceremonias de la política mexicana. No sólo era un día de asueto; de fijo, las clases comenzaban el 2 de septiembre, por lo que para muchos era el fin de las vacaciones. Por unos años también, después de la transmisión, la televisión programaba el partido de los Dodgers de Los Angeles, porque lanzaba Fernando Valenzuela.
El ritual del informe solía ser escudriñado, al grado que de ella se recogen varias frases presidenciales que han pasado a la historia: “Estoy orgulloso del año 1968, porque me permitió salvar al país”, diría Gustavo Díaz Ordaz en 1969; “Ya nos saquearon, ¡no nos volverán a saquear!”, dijo José López Portillo momentos antes de anunciar la nacionalización de la banca, en 1982; “Ni los veo, ni los oigo”, pronunció Carlos Salinas de Gortari refiriéndose a los diputados del PRD, en septiembre de 1994.
Si bien el proceso de devaluación de la figura presidencial lleva ya algunas décadas, con el grito de “Miente usted, señor presidente” que dirigió el senador Porfirio Muñoz Ledo a Miguel de la Madrid como cicatriz inicial, en esta ocasión el Congreso se volvió irrelevante. Cierto, diputados y senadores recibieron el texto correspondiente, pero el mensaje ya no fue para ellos, lo que puede interpretarse como una muestra de que, para Andrés Manuel López Obrador, el Legislativo no es el Poder que da las leyes, el que actúa en nombre del pueblo.
Por el contrario, el mensaje es hacia el público, no la ciudadanía; presume que siete de cada 10 hogares reciben alguno de los programas de apoyo creados hace dos años, como advirtiendo que esa es su potencial clientela, su base, y ese es el Pueblo que le interesa. La nación, la parte de la población interesada y activa en la vida pública, ha sido desacralizada. Como si nada, volvimos a un problema ya tratado por Emilio Rabasa a principios del siglo XX, en el libro La Constitución y la dictadura, donde distinguía al pueblo político de la muchedumbre.
Posiblemente el ritual se renueve. Toda ceremonia es útil cuando es necesario pisar el terreno simbólico, y los Estados lo hacen continuamente. Sin embargo, se requerirá de un pueblo político mucho más exigente con sus representantes para evitar que el ritual caiga de nueva cuenta en lo intrascendente o en una jornada de exposición de turiferarios.
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