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Assange: la verdad, en el banquillo

'Wikileaks' dio a conocer los aspectos más oscuros del poder público estadunidense
Foto: Ap

El juicio de extradición en el que habrá de dirimirse el futuro de Julian Assange se inició ayer en Londres. El informador y ciberactivista australiano reveló ante el mundo los crímenes y las acciones vergonzosas de muchos gobiernos, empezando por el de Estados Unidos, y es reclamado por la justicia de ese país para someterlo a proceso.

Al frente de Wikileaks dio a conocer durante varios años los aspectos más oscuros del poder público mediante un refinado sistema de filtraciones en el que la autenticidad de cada documento es rigurosamente verificada para posteriormente entregarlos a diversos medios informativos.

Como parte de esa tarea esclarecedora, Wikileaks dio a conocer hace 10 años expedientes secretos de las fuerzas armadas estadunidenses que ponían al descubierto crímenes de lesa humanidad perpetrados por las fuerzas ocupantes de ese país en Afganistán e Irak; el más indignante de ellos es un video que documenta una matanza de civiles –entre ellos, niños y un camarógrafo de una agencia internacional de noticias– perpetrada en Bagdad por los pilotos de un helicóptero artillado.

Meses después, la organización divulgó decenas de miles de reportes, muchos de ellos secretos o confidenciales, enviados al Departamento de Estado por representaciones diplomáticas de Washington en todo el planeta.

Si los materiales de las guerras de Afganistán e Irak exhibieron la brutalidad con la que opera la superpotencia en el ámbito militar, el llamado Cablegate documentó las maneras inescrupulosas e injerencistas de la diplomacia estadunidense, además de la corrupción, el entreguismo y la torpeza de numerosos gobiernos, entre ellos, el que encabezó Felipe Calderón en México.

En efecto, Wikileaks entregó a este diario, en enero de 2011, miles de cables diplomáticos que exhibían la descomposición institucional del régimen, su sometimiento al país vecino y su desoladora incapacidad o falta de voluntad para detener el baño de sangre que él mismo había provocado con su guerra a la delincuencia.

El trabajo de Wikileaks y de su fundador representó un golpe demoledor para la credibilidad de Washington en el mundo y para sus pretensiones de guardián de la democracia y los derechos humanos.

Por ello, el Departamento de Estado emprendió en contra de Assange una ofensiva judicial encubierta, con la ayuda de los gobiernos de Suecia y Gran Bretaña, en la que se recurrió a la fabricación de supuestos delitos sexuales que le fueron imputados al activista en el primero de esos países. Las autoridades británicas, por su parte, estuvieron en todo momento más deseosas de colaborar con Estados Unidos que de hacer justicia y mantuvieron a Assange de manera sucesiva en reclusión, en detención domiciliaria y en libertad condicional, a pesar de que Estocolmo jamás presentó cargos formales en su contra.

La persecución llevó al informador a buscar asilo en la embajada de Ecuador en Londres, donde permaneció durante casi siete años, dado que el gobierno británico rechazó otorgarle el salvoconducto para que pudiera viajar al país sudamericano.

Mientras tanto, el Departamento de Justicia estadunidense, al tiempo que encarcelaba y procesaba a la informante principal del australiano, la soldado estadunidense Chelsea Manning, contó con el sigilo y el tiempo para armarle 18 imputaciones por delitos graves, mismas en las que fundamentó su solicitud de extradición, y si ésta se concediera, podrían traducirse en una pena de 175 años de prisión.

Obvio es que tal proceso no sería un acto de justicia, sino una acción de venganza y un escarmiento dirigido a informadores y periodistas para que no se atrevan a exhibir las miserias internas del poderío estadunidense.

Así pues, si las autoridades londinenses otorgaran a las de Washington la extradición de Assange, que es lo que se dirime en el juicio que empezó ayer, no sólo serían cómplices de un brutal atropello a los derechos humanos del informador y activista; estarían colaborando en la supresión de la libertad de expresión de miles, del derecho a la información de millones y de la verdad, que es un componente indispensable de cualquier democracia.

Edición: Ana Ordaz


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