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El arte de nombrar

Las cantinas en Mérida son portadoras de recuerdos entrañables
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán

El nombre de los seres y de los más variados objetos mueve energías poderosas, de estirpe remota y de alcances desconocidos. Condensa sonidos y significados que mezclan sus fragmentos en un flujo milenario e ininterrumpido, revitalizado en formas nuevas que expresan contextos cambiantes.

El arte de dar nombre a las cosas y descifrarlo para aproximarse a su sentido primigenio desborda las tradiciones espirituales, artísticas y filosóficas del mundo en todas sus latitudes.  

El Libro del Génesis lo evoca desde sus primeros versículos, y Platón lo hace confluir con los empeños inquisitivos de Sócrates en el diálogo Crátilo o de la propiedad de los nombres. Pero éstos son atribuidos tanto a los cuerpos celestes y a las entidades metafísicas como a las partículas del subsuelo, y a todo aquello que cabe entre estos extremos. Su influjo es universal y los goces que despierta carecen de inventario.

A la esfera sensorial de los deleites corresponde la herencia dionisíaca de ingerir bebidas de espíritu recio que desafían la percepción ordinaria de las cosas, las cuales suelen consumirse en espacios habilitados para ello, como son los bares y las cantinas. De ellos se han ocupado, para describirlos y rememorarlos en el ámbito yucateco, escritores y estudiosos como Alberto Cervera Espejo, Roldán Peniche Barrera y Sergio Grosjean Abimerhi. El primero de ellos afirma convencido, refiriéndose a los establecimientos meridanos, lo siguiente: “Y todas las cantinas, bares y salones de cerveza aluden en sus nombres a cosas positivas: fortuna, despreocupación por las preocupaciones, prosperidad y éxito en todos los ámbitos de la vida. No hay ninguna que se llame La Tristeza ni haga derivar los pensamientos hacia estados de ánimo de amargura o frustración.” De tal modo opina en su opúsculo Las cantinas de Mérida (1984).

Denominaciones ingeniosas  

Grosjean Abimerhi, además de hacer acopio de hechos diversos acaecidos en lugares de esa índole, en su libro Anécdotas de las cantinas de Mérida (2015) ofrece una lista, en orden alfabético, de tales establecimientos en épocas sucesivas, fruto de investigaciones documentales y de campo que merecen todos los elogios. En este recuento pueden observarse denominaciones ingeniosas con que han sido bautizadas dichos centros de esparcimiento. En ellas están representados los reinos de la naturaleza (El Trébol, El Laurel, El Gato Negro), las esquinas que identifican los predios que ocupan u ocuparon (El Dzalbay, El Degollado, Los Dos Camellos), varios estados de la república (Bar Campeche, Mi Lindo Michoacán, El Nuevo Sinaloa) y otros toponímicos (Salón Versalles, Viña del Mar, La Bahía de Manhattan) e incluso ocupaciones profesionales y oficios (El Quirófano, La Oficina, El Círculo Médico).

También puede rastrearse o inferirse el origen de algunos nombres a partir de indicios históricos dispersos en muchas fuentes de información. Por ejemplo, en el cruzamiento de la calle 59 con 74 existió una cantina denominada El Peligro Amarillo durante los años veinte del siglo pasado, la cual remitía al temor que en ciertos sectores de la ciudad inspiraban los inmigrantes asiáticos por considerarlos transmisores de  diversas enfermedades. El  antiguo Bar Berreteaga, que hoy se sitúa en la calle 65 entre 54 y 56, se llama igual que un licor popular que en 1948 se anunciaba como “la marca de más prestigio desde 1865”.

Igualmente es notorio, en el conjunto de esos establecimientos, que varios de ellos exornan sus nombres relacionándolos con el metal áureo (El Filón de Oro, La Estrella de Oro, La Lluvia de Oro). A propósito de la cantina La Copa de Oro, el maestro Roldán Peniche Barrera señala, en uno de sus apuntes periodísticos (2017), que en ella hace muchas décadas servían la bebida en vasos cuyos bordes tenían un recubrimiento de auténtico oro, pero como al poco tiempo los parroquianos empezaron a sustraerlos por ese motivo, tan apreciado componente sólo quedó en el nombre que distinguía al negocio.

Como es posible advertir, en general se trata de lugares hospitalarios, portadores de más de un recuerdo entrañable. Y algunos de ellos ostentan nombres de buena ley, que refulgen y deslumbran en bien de sus concurrentes.

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Edición: Ana Ordaz


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