Cientos de personas se dieron cita ayer para recordar que han transcurrido 52 años desde la masacre con que el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz buscó poner fin al movimiento estudiantil que evidenció la ruptura entre la sociedad mexicana y un régimen autoritario. En actos inevitablemente marcados por la contingencia sanitaria, integrantes del Comité 68, personas damnificadas por el sismo de 2017, estudiantes de escuelas normales rurales, integrantes del Frente de Pueblos en defensa de la Tierra de San Salvador Atenco, padres y madres de los 43 normalistas de Ayotzninapa desaparecidos y otros colectivos sociales o ciudadanos sin adscripción, conmemoraron la Masacre de Tlatelolco con un hondo reclamo de justicia para las víctimas de ése y otros agravios perpetrados por el Estado.
A más de medio siglo, está claro que el 2 de octubre de 1968 sigue siendo un parteaguas en la historia de México, y en particular en la lucha por una democracia efectiva y no sólo nominal. Si tres generaciones después se mantiene viva la memoria sobre la atroz represión ejecutada en la Plaza de las Tres Culturas, es porque esa noche terminó de resquebrajarse la fachada institucional urdida por el priísmo para legitimar a una clase política que décadas atrás había dejado de representar los preceptos con los que justificaba su dilatado control del Estado. En lo sucesivo, se volvió imposible maquillar la incapacidad de las autoridades para procesar de manera legal y pacífica las exigencias ciudadanas y la disidencia política; mientras la conciencia social de dicha incapacidad dio pie a una verdadera eclosión civil que, con sus matices y contradicciones, continúa activa hasta hoy.
Los sucesores de Díaz Ordaz –comenzando por Luis Echeverría Álvarez, responsable directo de la matanza en su calidad de secretario de Gobernación– mantuvieron con fiereza el manto de impunidad tendido sobre todos los responsables, materiales o intelectuales. En este aspecto, la llegada del Partido Acción Nacional al poder en 2000 y la creación de la fallida Fiscalía Especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado (Femospp) fueron una amarga decepción para quienes esperaban algún cambio de actitud con respecto a ese crimen de Estado. Por ello, resulta saludable que ayer el subsecretario de Derechos Humanos de la Secretaría de Gobernación, Alejandro Encinas, informara que la política pública de verdad y memoria del gobierno federal contempla renombrar sitios públicos, así como ajustar las efemérides oficiales, para que éstos dejen de rendir homenaje a los perpetradores de la represión durante el periodo 1960-1980.
Sin embargo, estas acciones deben verse no como el final, sino como el principio de un verdadero ejercicio de justicia y reparación del daño para terminar con una exasperante impunidad que hasta hoy proyecta su sombra sobre la institucionalidad mexicana. Sólo de esta manera podrá cerrarse una de las heridas más profundas infligidas a nuestra sociedad, al tiempo que se garantiza la no repetición de esas atrocidades.
Edición: Emilio Gómez
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