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Foto: Ap

Hace algunos meses en la ciudad de Washington, D.C, esperábamos mi familia y yo una larga fila para la entrada al “Air and Space Museum” (Museo del Aire y el Espacio). Adelante de nosotros se encontraba un grupo de tres personas que pude deducir, por sus rasgos físicos, eran de origen indio. Comencé a platicar con una de ellas y al decirle que éramos mexicanos me comentó con sorpresa: “Yo trabajé con el Ingeniero Mario Molina en la ciudad de Londres durante siete años y fue un gran honor para mí”.

Esto me llevó a investigar sobre el científico mexicano, pues lo único que sabía era que había ganado un Premio Nobel.

Pude conseguir un libro, no tan fácilmente, sobre su vida y obra, el cual narra que desde niño tuvo la inquietud de ser científico.

José Mario Molina Pasquel y Henríquez nació el 19 de marzo de 1943 en Ciudad de México. Una ciudad libre de contaminación y tráfico en aquél entonces. Hijo de padre abogado, profesor y diplomático; y de madre maestra, fue un buen estudiante en la primaria y desde entonces mostró fascinación por la química. Su tía Ester, química de profesión, lo visitaba muy seguido y disfrutaban juntos haciendo experimentos; tanto que Mario logró convertir uno de los baños de su casa en su propio laboratorio. Ella le decía: “La química está en todo, querido sobrino. Lo más emocionante es poder descubrirlo. En una estrella, en un tabique, en un pedazo de papel, en un medicamento o en la sopa que comemos todos los días, la química nos enseña de qué está compuesto el universo”. “Tú mismo eres una mezcla de elementos y sustancias. ¿Sabes por qué se divierten tanto los químicos? Porque no paran de preguntarse de dónde vienen las cosas, cómo son, de qué están hechas, cómo cambian, cómo hacer nuevas mezclas útiles para las personas. Son muy curiosos, todo el tiempo investigan y experimentan”.

Su investigación se tornó más interesante al recibir su primer microscopio como regalo de su papá, observando gotas de agua y su composición.

A la edad de 8 años comenzó a tocar violín y lo hacía tan bien que comenzó a dudar sobre su verdadera vocación; sin embargo, se decidió por la química.

A los 11 años, como era tradición en su familia, viajó a Suiza para estudiar alemán durante un año, idioma que le abrió paso en el mundo de la ciencia y que sería de gran utilidad para su profesión.

Al regresar a Ciudad de México terminó sus estudios y eligió la carrera de Ingeniería Química, la cual cursó en la Universidad Autónoma de México (UNAM). Fue en este tiempo que pudo constatar que la combinación entre las matemáticas y la química, producen lo que llamamos “ciencia”. Y científico era lo que siempre había querido ser.

En 1965, al terminar sus estudios universitarios, Mario viajó a la ciudad de Friburgo en Alemania para hacer un posgrado sobre la cinética de polimerizaciones.

Dos años después, estudió un doctorado sobre dinámica molecular en la Universidad de Berkeley, California. Ahí conoció al profesor George Pimentel, una de sus más grandes influencias como científico.

El 10 de diciembre de 1995, Mario recibió el Premio Nobel de Química junto a su colega Franck Sherwood Rowland y el holandés Paul Crutzen. El reconocimiento se debió a los estudios llevados a cabo durante varios años que comprobaron que el daño en la capa de ozono es debido al uso de clorofluorocarbonos (CFC ̈s), que son derivados de hidrocarburos y eran utilizados por compañías como Dupont para la fabricación de sistemas de refrigeración, aerosoles y espuma plástica, y que aunque no son tóxicos, al llegar a la estratosfera y calentarse se descomponen y producen átomos de cloro, mismos que provocan daño, adelgazamiento y posibles rupturas en la capa de ozono, permitiendo el paso de rayos ultravioleta que pueden provocar cáncer en la piel, cataratas y otros trastornos; así como daños en cultivos agrícolas y el fitoplancton marino.

Mario Molina recibió un sinnúmero de medallas y condecoraciones debido a sus estudios y descubrimientos.

En el 2004 fundó el “Centro Mario Molina”, el cual está dedicado a la búsqueda de soluciones prácticas y realistas para resolver problemas que atañen al medio ambiente y cambio climático.

Gracias a científicos como él, hoy podemos concientizar a nuestros hijos sobre la enorme importancia de cuidar el ecosistema, y así heredarles un mejor planeta. ¡Hagámoslo!

Ese es el mejor reconocimiento que le podemos a dar a mexicanos como Mario Molina, mexicanos que se han plantado en el escenario internacional y que, con confianza y conocimiento, han levantado la mano para que los escuchen.

Descanse en paz. Aunque sabemos que su energía, su materia y su legado seguirán presentes en este 2020, un año complicado, y en un futuro que él nos ha hecho más luminoso y, si seguimos sus consejos, menos riesgoso. 

 

Edición: Laura Espejo


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