Sus editores la presentan como la novela más arriesgada de su autor. Lo creo también. Emiliano Monge, con Tejer la oscuridad (Random House, 2020), se lanza por caminos muy poco transitados por la narrativa mexicana a la que, al menos a mí, se nos tiene acostumbrados.
Es una distopía que me recuerda lejanamente, al menos por sus paisajes, el universo del primer Mad Max cinematográfico que debí ver en distintas épocas y varias veces para poder digerirlo, y todavía no sé si conseguí comprender del todo. La misma duda que me ha quedado al finalizar Tejer la oscuridad.
Plantea los hechos en el orfanato de Mamá Rosa, en el 2014, como origen o inicio de la memoria de una nueva humanidad que se encuentra en peregrinación constante. Las brutalidades en Zamora, Michoacán, ocurridas antes, durante y después de ser desmantelado, denunciadas por unos y otros hasta hacer que se confundieran víctimas y victimarios, sirven como metáfora de una nueva humanidad en busca del mar. Pero sean cuales sean los sustratos de inconsciente colectivo, el desarrollo del relato conforma un poema coral excepcionalmente interesante.
En esa peregrinación no sabemos si a las fuentes o hacia el futuro incierto, aunque hay una linealidad generacional, existe un libro sagrado, como en los mitos, que se va escribiendo, sin cerrarse para formar un canon. De modo muy especial me interesó que no sólo se escriba en un plano sino que se haga en tres dimensiones como son los nudos de los quechuas que, me permite saber Monge, son un tipo de “escritura multisensorial”.
De la misma manera, los sentidos y las formas del viaje no son tridimensionales sino que se vuelven pentadimensionales. Van comprendiendo los eternos viajantes “que somos cinco dimensiones —las cinco dimensiones que dan forma al pentágono de sombras al interior del cual yace la luz encerrada—, ... no debíamos seguir atados a la idea de que todo tiene un orden, porque todo, en realidad, está siempre aconteciendo a un mismo tiempo...”
Para que esta sensación de cinco voces, ecos, luchas, crímenes, heroísmos y/o partos simultáneos atrape al lector y lo sumerja en ellos son precisos los juegos con los lenguajes, también simultáneos, de los diversos peregrinos. Y ese es el reto principal del cual sale vencedor Emiliano Monge. Ya ha compuesto otro tipo de sinfonías de gran aliento y se sabe capaz de componer en muchos planos.
Yo, que gozo enormemente con la ruptura de fronteras entre géneros, he quedado satisfecho con la factura y angustiado por el sitio al cual apunta. Podría ser la búsqueda de un Aztlán destruido como puede sugerirse al escuchar fragmentos de Visión de los vencidos o de Bernal Díaz del Castillo, pero es más, como sugieren los fragmentos del Popol Vuh: habremos de descender o ascender más en las geografías a la manera quechua de tejer la narrativa.
Pero no vale la pena tratar de ubicarnos en cinco tiempos o en cinco espacios reconocibles cuando es el propio autor quien nos previene: “la clave es renunciar, olvidar la libertad, aceptar que el libre albedrío es una ilusión, igual a cualquier otra que permanezca atrapada en el pentágono que encierra a los sentidos.”
Quizás sea el final o el principio de un milenarismo intuido por Joaquín de Fiore y tal vez hecho carne en Zamora. No lo sé. Desconozco las entrañas de lo edificado por Mamá Rosa.
Cada quien tendrá su respuesta o intentará balbucirla, con mucho menos riesgo que el corrido por Emiliano Monge, tejedor de oscuridades y constructor de un pentágono de sombras que recuerdan al profeta Athanasius Kircher, jesuita, constructor e inagotable maestro de videntes.
Edición: Ana Ordaz
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