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El jefe de la Organización de las Naciones Unidas, António Guterres, calificó de “hito desgarrador” el umbral rebasado ayer de 2 millones de fallecidos a causa del COVID-19, un número detrás del cual, dijo, hay “nombres y rostros: la sonrisa que ahora sólo es un recuerdo, el asiento siempre vacío en la mesa de la cena, la habitación que resuena con el silencio de un ser querido”. Este panorama resulta incluso más sombrío si se considera que pasaron nueve meses para que la pandemia se cobrara un millón de vidas, pero apenas transcurrió la tercera parte de ese tiempo para alcanzar el segundo millón, una aceleración de las muertes que está lejos de amainar, pese al arranque de la vacunación.

Como señaló Guterres, la distribución de “las vacunas ha vuelto a evidenciar una de las mayores fallas sociales al hacer frente al coronavirus: un déficit de solidaridad al que puede achacarse, en buena medida, la magnitud y la duración de la emergencia sanitaria. En efecto, al constatar que las vacunas están llegando rápidamente a los países de altos ingresos, mientras que los más pobres del mundo no tienen ninguna”, no puede sino concluirse que “la ciencia tiene éxito, pero la solidaridad falla”. Este deplorable fracaso recuerda que la ciencia es una de las herramientas más formidables de que se ha dotado la humanidad, pero sólo despliega su completo potencial cuando todos los agentes involucrados en ella se guían por los más elevados estándares éticos.

Está claro que ni la falta de solidaridad ni la injusta distribución de los beneficios del conocimiento científico son producto de los temores y aprehensiones despertados por la propagación mundial del virus SARS-CoV-1. Por el contrario, esos males se encontraban plenamente instalados en la mayor parte de las sociedades del orbe, las cuales han sucumbido a un discurso que pone el enriquecimiento privado y la acumulación de bienes materiales por encima de cualquier necesidad, hasta el extremo de permitir que la avaricia ponga en riesgo la integridad del medio ambiente planetario y, con ello, la supervivencia del ser humano como especie.

Ingresamos al segundo año de la pandemia con la presencia de nuevas variantes del virus que se han revelado más contagiosas y antelas que no sabemos si resultarán efectivas las inmunizaciones existentes; con las capacidades financieras del Estado, las pequeñas empresas y las familias al límite por el esfuerzo de resistir a la faceta económica de la crisis sanitaria; con los servicios hospitalarios al borde del colapso debido al aumento descontrolado de la cantidad de personas que requieren atención médica; así como con un severo agotamiento social ante las medidas de prevención y un patente relajamiento en la observación de las mismas, el cual es, a su vez, principal responsable del crecimiento de los contagios.

La experiencia adquirida durante los ya casi 12 meses transcurridos desde que la Organización Mundial de la Salud declaró a la pandemia una “emergencia sanitaria global” no deja lugar a dudas: la lógica del egoísmo y el “sálvese quien pueda” engendra desastres y conduce a callejones, de los que sólo se puede salir a través de la colaboración y la solidaridad globales.

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Edición: Emilio Gómez


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