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del

Abraham Guerrero
Foto Alberto Friscione
La Jornada Maya

27 de noviembre, 2015

En el inicio de la película [i]Tiburoneros[/i] (Luis Alcoriza, 1963) vemos a unos pescadores atrapando tiburones, mantarrayas y delfines. Esas imágenes, hoy en día, pueden resultar un tanto chocantes con nuestra actual sensibilidad ambiental. El protagonista de la película es un citadino que se fue a vivir a la costa, se gana la vida como pescador y pasa sus días rodeado de pescadores y de una vegetación exuberante. Más o menos así era la costa oriental de la península de Yucatán cuando, a mediados de los años 70, Alberto Friscione visitó por primera vez Tulum. Conduciendo un [i]vocho[/i], Beto y su primo se lanzaron a la aventura por la península desde su natal Jalapa. Primero pasaron a Chetumal, “a comprar pendejadas”; es decir, algo de la fayuca que en ese entonces daba vida a esa ciudad. Luego subieron hacia el norte, pasaron varios días acampando en el rancho San Juan en la reserva de Sian Ka´an, y finalmente llegaron a Tulum.

Para ese joven veterinario de 23 años, la experiencia del viaje en [i]vocho[/i] por una de las regiones más bellas del mundo, marcó su vida ya que se reafirmó su gusto por la vida al aire libre y por la aventura.

Ahora Alberto Friscione es una de las personalidades de la joven ciudad de Cancún. Por su tienda de buceo pasan, todos los días, personas de distintas partes del mundo que buscan conocer los extraordinarios arrecifes frente a Cancún. Cuando algún turista dubitativo llega, Beto lo tranquiliza con una de sus máximas. “Todos pueden bucear. Lo importante es tener ganas y los ojos abiertos”.

El día que le hablé por teléfono para concertar la entrevista, con gran amabilidad me responde con un “¡claro que sí!”. Me pregunta si buceo porque recibió información de avistamiento de tiburones martillo y él quiere verlos.

En el centro de buceo, [i]Pulgas[/i], un perro [i]malix[/i] amarillo muy cariñoso, recibe a los visitantes. Cada vez que Beto llega es quien lo recibe con más cariño. “Cuando me lo encontré, este perro era una desgracia. Me lo llevé a casa pero mi esposa me sacó con todo y perro. Este cabrón siempre volvía y mi esposa no me creía. Como ya tenemos cinco perros decidí traerlo aquí, y míralo.” Él es el objeto de los celos de los instructores de buceo cuando las turistas guapas, y por lo general en traje de baño, lo miman.

Cuando nos hicimos a la mar las condiciones eran óptimas. Una boya indicaba en la superficie el lugar donde está sumergido el cañonero Anaya, buque hundido frente a Cancún para descargar las visitas de turistas a los arrecifes naturales. Mientras bajábamos por la cuerda de seguridad un grupo de mantarrayas águila pasaron por encima de nosotros. Flotan casi extáticas. Parecen nubes a las que de vez en cuando se les abren las branquias o mueven con lentitud sus enormes aletas. Estoy embelesado ante la imagen espectral. Intento pasar por debajo de la cuerda de seguridad y mi regulador y el tanque quedan enredados. No sé cuánto tiempo pasa pero me siento seguro con la guía de Friscione. En cuanto él se da cuenta de lo que sucede me ayuda a liberarme. Continuamos el recorrido por el buque hundido. Peces de múltiples formas y colores, corales, las mantarrayas que nos siguen vigilantes. La voluntad de la vida incluso, en nuestra chatarra, es impresionante.

“Al mar no lo respetamos. Lo vemos como el lugar donde descargamos nuestros deshechos y no como fuente de vida”, me dice cuando, ya en la superficie, le pregunto sobre el mar.

El chamaco aventurero que se emocionaba con la pesca submarina es hoy en día un ecologista convencido. “La monja que fue puta es la más celosa y fervorosa”, exagera él mismo.

“Llegué a Cancún recién salido de la universidad. Fui delegado de Comercio. Imagínate que en ese entonces había 15 mil personas y yo era el responsable de cuidar los precios. Todo lo traían de lejos y a mi me obligaban a cuidar los precios.” No duró mucho en el puesto burocrático pero eso le permitió conocer a fondo la región y quedarse a vivir.

No hay lugar en Cancún donde no se encuentre a un conocido. Saluda con sinceridad y siempre responde con sencillez. En un restaurante chino donde comemos después de la inmersión, se le acercan dos mujeres a saludarlo. Una de ellas le agradece el descuento que le consiguió para rentar el lugar donde se va a casar.

En su centro de buceo Beto da órdenes y trata negocios generalmente en short y descalzo. Todos los asuntos los despacha con un tono muy relajado. Los instructores lo ven con mucho respeto. Sus libros sobre el mar, la experiencia de bucear en todas las costas nacionales y en diversas partes del mundo, su sencillez hacen de él una de las instituciones del buceo nacional. De cada experiencia es capaz de asombrar a sus interlocutores hablando maravillas del mar. “Ningún buceo es igual a otro aunque sea en el mismo lugar”, sentencia él como un Heráclito contemporáneo.

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