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Pablo A. Cicero Alonzo
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán
La Jornada Maya

Lunes 19 de diciembre, 2016

La jornada de Carlos comienza temprano, muy temprano: a las seis tiene que estar en el cuartel. Para llegar a esa hora, tiene que levantarse a las tres y media de la madrugada, y salir de su casa a las cuatro; tiene que tomar dos camiones. Su esposa y sus dos hijos pequeños, en duermevela; se despide de ellos en sueños.

Este lunes, su hijo pequeño, de seis años, se levantó y le dio un beso a su papá.
Emocionado, le recordó que el martes era su cumpleaños, ¡ya voy a tener siete! Carlos verá al niño hasta después del mediodía del martes, cansado, sin ganas ya de hacer nada. Después de un turno de veinticuatro horas, sólo piensa en dormir, en desconectarse de todo, de todos.

Trabaja en la policía municipal desde hace seis años y aún no logra acostumbrarse a esos maratones. Con lo que gana, le da para mantener a su familia y a su madre, ya mayor. No les falta nada; sólo tiempo y ganas. Le gustaría pasar más tiempo con sus hijos, ayudarlos con las tareas, enseñarlos a montar bicicleta. Le encantaría llevar a su esposa al cine, invitar a comer a su mamá, pero no tiene tiempo, ni ganas.

Hace años Carlos igual pensó en estudiar —algo sencillo, tal vez una carrera técnica, le confesó en una ocasión a su esposa—, pero la realidad le arrebató el sueño. También quiso seguir jugando fútbol con sus amigos. Ahora, como autómata, sólo piensa en dormir en ese paréntesis, también de veinticuatro horas, que le quedan. Va del vivir al sobrevivir.

Y es que el trabajo es difícil; aunque la ciudad es segura —en todos sus años como policía pocas veces su vida ha estado en peligro— no por eso es fácil su encomienda. Se topa todos los días con tragedias y tristezas. En ocasiones, tiene la fortuna de poder ayudar, de ser útil; en otras, es un simple espectador. Las primeras son su combustible, la razón por las que no manda todo al carajo.

Como Juan, que dejó a su esposa. Como Roberto, que en sus descansos se la pasa borracho. Como Jacinto, al que le dieron de baja por pedir mordida. Como Alejandra, que renunció y se fue a Tabasco. Como Pedro, a quien le diagnosticaron diabetes por toda la basura que comía en la calle. Como su tocayo, como Lupita, como Walter, como Patricia…

Mandar todo al carajo, que más no se puede. Los conductores que te mientan la madre cuando diriges el tráfico. Los comerciantes que te piden a gritos, casi como una orden, que agredas a los chamulitas, que los «saques a patadas». Los taxistas que te burlan. Los borrachos que, en las noches, te intentan agredir, que blanden botellas rotas, que te escupen, que te vomitan.

Y es precisamente el que conoce la historia de Juan el que recibe como buena noticia el anuncio realizado ayer, de que los policías municipales trabajarán ahora turnos de doce horas por descansos de veinticuatro, en lugar del agotador veinticuatro por veinticuatro. Eso gracias a la contratación de nuevos elementos.
También, que podrán estudiar, específicamente un diplomado de desarrollo humano, en el que se les impartirán temas como manejo de tiempo y relaciones familiares.

Es precisamente el que conoce la historia de Juan el que sabe que la seguridad de una ciudad —y de un estado, y de un país— dependen del factor humano, no sólo de la tecnología y de la infraestructura; que la raíz en la que crece frondoso el árbol de la tranquilidad de una sociedad es la certeza que tiene el agente de estar haciendo una importante función pública. Y que esa sociedad se lo reconozca y que se lo agradezca.

Y por eso, aprovecho: Gracias, Carlos. O como te llames, policía municipal de Mérida.

[b]Motivos para no ver la televisión[/b]. [i]El factor humano[/i], de John Carlin (Seix Barral). En 1985, cuando Nelson Mandela llevaba veintitrés años en prisión, se propuso conquistar a sus enemigos, los más fervientes defensores del apartheid. Así obtuvo su libertad y consiguió convertirse en presidente. Pero la inestabilidad de un país dividido por cincuenta años de odio racial cristalizó en la amenaza de una guerra civil. Mandela comprendió que tenía que conseguir la unión de blancos y negros de forma espontánea y emocional, y vio con claridad que el deporte era una estrategia extraordinaria para lograrlo.

John Carlin ha descubierto el factor humano que hizo posible un milagro: la capacidad innata de Mandela para seducir al oponente y su tenaz deliberación de utilizar el mundial de rugby de 1995 para sellar la paz y cambiar el curso de la Historia. La final de aquel mundial culminó con la victoria sudafricana en el último minuto, y fundió en un abrazo a negros y blancos en el ejemplo más inspirador que ha visto la humanidad.

John Carlin (Londres, 1956) estudió lengua y literatura inglesas en la Universidad de Oxford, pero su vocación profesional ha estado siempre vinculada al periodismo. Desde que en 1981 comenzó a ejercer como periodista para el Buenos Aires Herald, ha sido corresponsal en países como México, El Salvador, Sudáfrica y Estados Unidos para la BBC, The Times y The Independent.

Ha publicado [i]Heroica tierra cruel[/i] (2004), [i]Los ángeles blancos[/i] (2004), [i]El factor humano[/i] (2009) en Seix Barral (2011) y [i]Rafa en Urano[/i], coescrito con Rafael Nadal. Radicado en España desde 1998, trabaja para [i]El País[/i] y es colaborador de [i]The Observer[/i] y [i]The New York Times[/i]. Su bestseller [i]El factor humano[/i] ha sido publicado en más de quince países y fue llevado al cine por Clint Eastwood, con el título [i]Invictus[/i]. Ha sido galardonado, entre otros, con los premios Ortega y Gasset de Periodismo, British Press Award, Juan José Castillo de Periodismo, Premio Nacional de las Artes y las Ciencias aplicadas al Deporte y Bancarella (Italia) por el mejor libro de deportes del año.


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