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Pedro Bracamonte y Sosa
Foto: Ap / Javier Galeano
La Jornada Maya

Jueves 08 de diciembre, 2016


Hubo una vez una isla en el Caribe que se llamó Capitanía General de Cuba, y que fue una de las últimas posesiones españolas de Ultramar. En esa isla, la gran producción de azúcar y tabaco y de otros cultivos, y la ganadería, se habían sostenido con la explotación de esclavos negros que continuamente eran llevados por los tratantes desde el África y adquiridos como “piezas” por los amos. Fue hasta 1880 que el rey Alfonso II, asediado por los aires del abolicionismo en el mundo, decretó el final de la esclavitud en esa su posesión, pero se cuidó, desde luego, de que tal inhabilitación mantuviera atados a los trabajadores a sus antiguos dueños bajo la figura del patrocinio, esto es, un conjunto de obligaciones y derechos que transformaban a los esclavos en sirvientes obligados de las fincas y de las casas habaneras y santiagueras. Al rey Alfonso, le habían hecho entender que los esclavos eran rebeldes, resultaban ya muy caros, y que su liberación controlada dejaría mayores dividendos.

La esclavitud, de la que todo mundo sabe de su impiedad, dio para un crecimiento económico sostenido durante el siglo XIX en Cuba, al grado de que esa expansión requirió de la importación de más mano de obra. Así, junto con la llegada de mayor número de esclavos se comenzó a discutir y a ensayar con la colonización de distintas razas. La primera, fue la misma raza negra pero libre; la segunda, fue la raza blanca (canarios, gallegos, alemanes y más), la que se concebía como débil para el trabajo en el trópico, pero inteligente y audaz; la tercera, yació en los asiáticos, que como los africanos tenían el problema de no haber sido evangelizados en el catolicismo; la cuarta raza, estuvo formada por los indígenas de la América continental, de donde se podían obtener trabajadores católicos, adecuados al trabajo rudo de las fincas y acostumbrados a muy bajo consumo alimentario. Es la razón por la que entre 1848 y 1886 unos miles de mayas y mestizos yucatecos y otros centenares de mexicanos fueron conducidos a la isla con contratas de colonos pero muy cercanas a la esclavitud.

Cualquiera puede entender que para ese tipo de crecimiento de la producción agrícola cubana, la tierra debía ser propiedad de latifundistas y terratenientes, asociados con banqueros y comerciantes así nacionales como extranjeros. Fue como se desarrollaron los ingenios y los centrales que dominaban la economía cuando Cuba se convirtió, después de una guerra, en una república pro-independiente en los estertores del siglo XIX y fecha de celebración en 1902. Entonces, en pocas décadas el capital norteamericano se hizo de buena parte de la economía. Y la vida política de la nueva nación, antes que formar una democracia, devino en corrupción de estilo mexicano, con una oligarquía voraz creyente del racismo. Y eso que La Habana era ya la gran ciudad que sigue siendo hoy, con sus casonas, palacios, avenidas y paseos, pero entonces con un interior y un entorno de servidumbre y de pobreza y de falta de escolaridad y de carencias de salud de sus habitantes; de los que una gran parte apenas y había sido liberada engañosamente de la esclavitud.

Una vez hubo en esa isla grupos organizados de profesionistas, trabajadores y jóvenes que no estaban conformes con esa abismal diferencia entre unos que todo lo tenían y los más que estaban condenados, como servidumbre, a construir con su sangre esa alegre y bohemia vida ajena y típica del gánster. Grupos diversos que pensaban, desde entonces, lo que luego, en 2011 sintetizó el norteamericano y premio nobel de economía Joseph Stiglitz, en su libro El precio de la desigualdad. El 1 por ciento de la población tiene lo que el 99 por ciento necesita. No era justo ni ético tener una sociedad construida sobre esa base. La contribución intelectual de Stiglitz explica mucho, pues aún dentro del grupo de los más privilegiados se percibe hoy lo que los guerrilleros cubanos querían detener en su país en los años cincuenta del siglo pasado; el hecho de que en ese mismo 1 por ciento de privilegiados del capitalismo se formaba, asimismo, una enorme diferencia, en la que un 0.1 por ciento acapara gran parte de la riqueza del planeta. En Cuba, también hubo un último sátrapa de nombre Fulgencio dado a la juerga, a la riqueza mal habida y a la represión brutal. Y en eso llegó Fidel junto con miles de esos jóvenes rebeldes que fueron asesinados o torturados y encarcelados, pero perseveraron y triunfaron. Y se hicieron famosos por la proeza, las barbas y la buena terquedad.

Democracia corrupta, violencia cotidiana y pobreza extrema como en México no existen en la Cuba de hoy, y no hay país en el Mundo que las desee. Tampoco ha habido país que haya recibido tanta saña del imperio norteamericano y tanta mediocridad de las democracias occidentales para dejar de ser cómplices del crimen que significa condenar a un país al ostracismo para imponerle condiciones.

Ha muerto Fidel Castro, el líder principal de la Revolución Cubana, y han concluido las ceremonias de su despedida. Los analistas de categoría internacional han dado sus sentencias, moldeadas para los oídos de quienes les contratan. Olvidan que la crítica pagada es ejercicio de hombres menores. Por mi parte, por motivos profesionales he visitado varias veces Cuba en los últimos 15 meses y he andado entre la gente de la calle y he observado y preguntado según mis oficios de antropólogo e historiador. Y es así que he llegado a la conclusión de que en 1961, cuando los revolucionarios decidieron dar el giro hacia el socialismo no se podía haber hecho otra cosa. Habían comenzado con una Reforma Agraria y de inmediato el monstruo –así le llamó Martí- respondió con virulencia. Era ese el camino o la traición. Hubo una vez un país de esclavitud y servidumbre. Ya no.

P.D. Escribí en un libro de condolencias: en mi juventud fuiste guía para la acción. Ahora eres guía para la reflexión. Por los pobres de la tierra, hasta la victoria siempre, Comandante.

Mérida, Yucatán

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