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Pablo A. Cicero Alonzo
Foto: Valentina Álvarez Borges
La Jornada Maya

Miércoles 7 de diciembre, 2016


Como todos los años, cientos, miles de mexicanos se preparan para emigrar. Como la mariposa monarca, partirán del norte rumbo al sur, donde se reencontrarán con sus familiares, separados por la necesidad y la falta de oportunidades. Llevan por equipaje recuerdos y dólares, que repartirán con generosidad en la tierra que los empujó a partir. En ese periplo serán, en muchas ocasiones, extorsionados, principalmente por autoridades mexicanas que saben que sus paisanos vienen con dinero y con prisa.

En esta ocasión, además de enfrentarse en la ida a los depredadores de su país, en el regreso se toparán con un muro de odio y racismo, erigido con cada uno de los votos con los que obtuvo la victoria Donald Trump. El triunfo del republicano no sólo significará un giro radical en la política estadunidense, sino que también generará cambios sociales sustanciales. La violenta retórica del magnate ha despertado al juez Holden.

Este es “un hombre enorme, calvo como una piedra, sin rastro de barba, sin pestañas ni cejas. Un albino de más de dos metros de altura que es casi un ser de otro mundo; no duerme nunca, baila y toca el violín con pericia y energía extraordinarias, violador y asesino niños de uno y otro sexo, y afirma que jamás morirá”, según describe el crítico Harold Bloom, en su canon [i]Cómo leer y por qué[/i]. Se refiere a uno de los personajes más macabros de la literatura estadunidense, protagonista de la novela [i]Meridiano de sangre[/i], de Cormac McCarthy.

Un hombre “violento, sin escrúpulos y que da miedo; alto, ancho y extremadamente fuerte, capaz de sostener y blandir un cañón Howitzer como si fuera un arma regular”. En un episodio, rodeado por los indios delaware, el juez y sus verdugos a sueldo se quedan sin pólvora. Holden, en lugar de darse por vencido, comienza a descamar una roca con un cuchillo, hasta obtener “roncha de azufre alrededor del cráter, amarillo intenso con algunas pintas pequeñas de sílice que brillaban, pero en general puras flores de azufre”. Llamó a sus asesinos y, sin mediar palabra, ordenó que hicieran lo que él: orinar sobre ese mineral.

“Empezamos a mear y el juez de rodillas amasando con los brazos desnudos y la orina le salpicaba y él venga a gritar que meáramos, joder, que meáramos por nuestras almas o es que no veíamos a los pieles rojas”, relata uno de los personajes de McCarthy. El resultado fue un batido negro, apestoso como el infierno, con el que cargó pistolas y rifles. “Dios, qué carnicería. En la primera descarga matamos a una docena y no paramos. Antes de que el último pobre diablo llegara al pie de la cuesta ya había cincuenta y ocho salvajes muertos entre los cascajos”. Todos los tiros fueron certeros, ni un solo error con aquella pólvora misteriosa.

Una ficción que eriza. Sin embargo, hay evidencia de que este ser descomunal, “que habla todas las lenguas, conoce las artes y las ciencias y lleva a cabo metamorfosis chamánicas”, existió en realidad. Fue parte de una banda de filibusteros, contratado por autoridades estadunidenses y mexicanas, que limpió la frontera de indios. Al juez Holden y a su banda le pagaban a destajo, por cada cabellera que escalpaban de su víctima. Fue un escuadrón de la muerte extremadamente eficaz, que en sólo dos décadas —de 1830 a 1850— asesinaron a miles de nativos.

La ficción apocalíptica de este McCarthy en estado de gracia queda trunca; es decir, la novela tiene un final abrupto: Holden nunca muere, sino que vaga por esa frontera estéril, yerma, cabalgando como poseso hacia ninguna parte, escalpando en el aire cabelleras imaginarias. El triunfo absoluto del mal. Los herederos de ese hijo del salvaje oeste recargan sus armas con esa poderosa pólvora de azufre y amoníaco, azuzados por los [i]tuitazos [/i]de su nuevo presidente. Rangers, minutemans y guardias blancas se sienten envalentonados por los arrebatos nacionalistas que tuvieron eco en las urnas. Estados Unidos vuelve a sus orígenes, retrocede en el tiempo; desenterró el hacha de guerra. Esa con la que escalpaban al diferente. La barbarie novelada por McCarthy, sustentada después en la historia por diversos académicos, recorre, como un fantasma, las llanuras de la frontera, amenazadas con cercenarse con concreto.

Ante lo que viene, el sherif Joe Arpaio es un buen samaritano. Y eso que fue sentenciado a pagar 200 mil dólares a la inmigrante mexicana Miriam Mendiola Martínez, que en 2009 fue esposada por agentes de esta dependencia mientras se hallaba en trabajo de parto. Lo que viene nos da miedo. Imagínate lo que sentirán los mexicanos que viven ahí donde la tierra abortó al juez Holden.

***

Motivos para no ver la televisión: [i]Meridiano de sangre[/i], de Cormac McCarthy. Editado por Random House. Las autoridades mexicanas y del estado de Texas organizan una expedición paramilitar para acabar con el mayor número posible de indios. Es el Grupo Glanton, y tienen como líder espiritual al juez Holden, un ser violento y cruel. Todo cambia cuando los carniceros de Glanton dejan de asesinar indios y empiezan a exterminar a los mexicanos que les pagan. Se instaura así la ley de la selva, el terreno moral donde la figura del juez se convierte en una especie de dios arbitrario.

Mérida, Yucatán

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