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Por Pablo A. Cicero Alonzo
Foto: Notimex
La Jornada Maya

Martes 29 de noviembre, 2016


Ciudad de México, domingo, 17:45 horas. Los pasajeros del vuelo 2522 de Interjet, rumbo a Mérida, comienzan a llegar al aeropuerto de la capital. El vuelo está programado para partir a las 19:35. Un buen observador los reconoce por sus abrigos, excesivos para un capitalino. También, porque la mayoría tiene los ojos rojos, y presenta visiblemente síntomas de males respiratorios. ¿Cómo están de humor?, le pregunta una empleada de Interjet a una familia que, puntual, hace el trámite para abordar. Dos horas antes, para vuelos nacionales; tres, para internacionales. Una regla de oro que lo yucatecos cumplen a rajatabla, a pesar de ser ésta una norma que se remonta a cuando se podía fumar en los aviones. Los yucatecos de mayor edad, incluso, no conciben viajar con ropa cómoda, de diario; subirse al avión obliga seguir un código, incluso de vestimenta.

¿Cómo están de humor?, les pregunta una empleada de Interjet a una familia. Pues de muy buen humor; contentos ya de regresar, contestan. El vuelo está demorado, les informa. ¿Qué tan demorado?, inquiere el padre, al que se le borra la sonrisa del rostro. Excesivamente demorado. Ex-ce-si-va-men-te. Esta familia, como la mayoría de los otros que abordaron el vuelo, fue a la Ciudad de México a pasar el fin de semana. Ellos —el padre, la madre y sus dos hijas, de siete y nueve años— partieron el jueves. El vuelo, también de Interjet, estaba programado para salir rumbo a la capital a las siete y cuarto de la noche; salió pasada la medianoche. Llegaron al hotel poco después de las tres de la mañana.

Esperaron una, dos, tres horas. A las ocho de la noche, los empleados de la aerolínea aún no daban respuestas concretas, como a qué hora despegaría el avión. Ahí, el ex-ce-si-va-men-te demorado cobró el peor de los sentidos. La gente fue formando corrillos, y el nivel de los reclamos fue subiendo de tono. En el mostrador de Interjet había cuatro personas, tres mujeres y un hombre. Él servía de pararrayos, martirizado por las mentadas que no tardaron en llegar. Pelaná, incluso alguien exclamó. El de Interjet, sumido en la ignorancia, no supo porqué la turba en potencia que lo rodeaba asintió, como rubricando la exclamación, el particular grito de guerra. Los pasajeros náufragos firmaron una libreta, externando su molestia. Otros, firmaron la respuesta del parapeto de Interjet, que lo único que tenía para ofrecer era un número telefónico. El vuelo que debió salir a las 19:35 despegó casi cinco horas después. Decenas manifestaron su rechazo a la aerolínea, en distintos tonos y en distintas formas. Sólo un grupo de pasajeros se mantuvo a distancia, en silencio.

Se trataba de la delegación de priistas yucatecos que asistió al Consejo Político Nacional, apático grupo que encabezaba el dirigente estatal Carlos Pavón Flores. Mientras varios pasajeros se erigían en che-guevaras, luchando por embarcar la huidiza aeronave como si se tratara del «Granma», los del PRI se entretenían contando chistes o durmiendo. Además de Pavón Flores, deambulaban en el aeropuerto capitalino Marisol Sotelo Rejón, Rudy Pacheco Aguilar y Carlos Carrillo Maldonado, entre otros; una docena en total. Tan relajados se les veía, tan ajenos a la cámara húngara que se registraba enfrente al mostrado de Interjet.

La diputada Sotelo Rejón, en el éxtasis de su desesperación, comenzó a tararear «y nos dieron las diez y las once, y la una y las dos», mientras el regidor Pacheco Aguilar dormía a pierna suelta. Uno de ellos sugirió formar un grupo de whatsapp, afianzando los lazos que se habían formado en la desesperada sala de espera, la grilla de los —vuelos— retrasados. Unos metros más allá, surgían otros ahogados pelanás de los trasnochados pasajeros, que se imaginaban el desvelo y las cabeceadas del día siguiente.

Ni pío. Los priistas, tal vez con la intención de que las redes no se cebaran con nuevos lords o ladys, se mantuvieron totalmente ajenos a la tragedia. O simplemente su inacción podría calificarse como indolencia. Los priistas, echando la hueva, exclamó uno de la desajenada delegación al ver al regidor meridano roncar. Él, como en sesión de Cabildo, ni se inmutó. El caso es que esa isla roja, amurallada en su propia dinámica, no movió ni un dedo por sus compañeros de vuelo. Digerían, como si se tratara de un voluminoso, jugoso steak, los discursos que horas antes se habían pronunciado en la instalación del Consejo Político Nacional, en donde el presidente Enrique Peña Nieto —el de la Casa Blanca, el de Grupo Higa, el de OHL, el de los 43— habló de combatir la corrupción y servir a los ciudadanos. Sufrían un mal del puerco dialéctico, una intoxicación de demagogia.

Cabizbajos, llegaron a Mérida. Subieron, viajaron y bajaron con todos los demás. Su ostracismo no incluyó primera clase, algo que también hay que especificar. Sin embargo, este [i]viacrucis [/i]aéreo dejó muy clara la línea roja, cada vez menos delgada, que separa al ciudadano común y corriente de la clase política. Una casta autista, que se empeña por separarse cada vez más, por desconectarse de aquellos a los que por temporadas les piden su voto y les prometen que abogarán por ellos.

Mérida, Yucatán

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