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Mario Barghomz
Foto: Notimex
La Jornada Maya

Viernes 25 de noviembre, 2016


[i]Todo nuevo cambio es un nuevo paso,[/i]
[i]una nueva ruta[/i].


Desde los primeros tiempos en que los Estados Unidos comenzaron a poblarse, en el siglo XVII, Norteamérica era una tierra para todos: ingleses, alemanes, suecos, holandeses; luego italianos, chinos e irlandeses. El resto del mundo la conocía como la tierra de las oportunidades.

La misma guerra civil norteamericana (asistida por los franceses) y la abolición de la esclavitud negra permitieron a los Estados Unidos el nacimiento de una conciencia democrática dentro de las garantías de una política más incluyente y redentora. Algunos de los mejores presidentes del mundo han sido estadunidenses, por su visión humanista y mesiánica: Thomas Jefferson, Abraham Lincoln, George Washington, J.F. Kennedy.

Pero la historia de ese país, como la de todos los del mundo, también es una historia cruda, oscura y perversa, una historia hostil de exclusión y competencia, de ambición y despojo. Y aunque su gente es, sin duda, ejemplo humano de superación y desarrollo, de enormes descubrimientos y grandes logros, también lo es del desprecio y el odio de las comunidades invadidas, humilladas, saqueadas y asesinadas en aras del fortalecimiento económico y político de la potencia más grande de la tierra.

Culturalmente reconocemos a la capital del mundo actual (Nueva York) en territorio estadunidense, distinción que todavía hasta los años sesenta-setenta, le correspondía a París, en Francia. La principal bolsa de valores del planeta (Wall Street), donde muchas veces se decide el destino económico del mundo, también se encuentra ahí. Su desarrollo científico y tecnológico es también hoy el principal ejemplo de cambio y modernidad en el mundo. La nueva tecnología moderna (hardware, software), sin la que hoy nada o pocas cosas son posibles, nació también ahí, de la mano de Steve Jobs y Bill Gates.

Da la impresión que la sociedad estadunidense ha venido desarrollándose como una sociedad incómoda, como el mal necesario de un planeta que los aprecia, pero que al mismo tiempo tiende a despreciar su jactancia y su baja empatía con el resto del mundo. Si su historia es una de esfuerzo, de logros, de constancia y persistencia para construir la nación que conocemos, también parece serlo ahora de una conciencia más angosta y cerrada, menos confiada y más temerosa, menos cordial y permisiva sobre el lugar que todo inmigrante buscaba, sobre todo oriental y latino, para instalarse también en la hasta ayer legendaria tierra de las grandes oportunidades.

Pero también, sin duda, la conciencia de este país, con el bizarro triunfo de Donald Trump el pasado 9 de noviembre, ha tenido que reconsiderar una serie de factores que al resto del mundo poco o nada le parecen.

Con este triunfo republicano, nos debe quedar claro que Estados Unidos ya no es de todos, al menos no de aquellos que por su situación y carencia en sus países de origen, aspiraban a convertirse en ciudadanos estadunidenses.

La amenaza de Trump ya no es inminente, sino la realidad de una política excluyente, xenófoba, rígida en todo aquello que se refiera a aceptar ciudadanos nómadas que si de una u otra manera hasta ayer penetraban sus fronteras, y ya adentro se convertían en ciudadanos, aunque fuera de segunda. Hoy está claro, que aunque no lleguen a ser precisamente de concreto o a ser pagados por sus vecinos, habrá muros de diferencia e indiferencia humana, muros de diferencia social, política y económica, muros de apatía y desprecio, muros de rechazo por todo aquel o todo aquello que quiera formar parte de la sociedad de un país que de entrada, desprecia lo que no le parezca o le apetezca.

Y así como cada uno, en el país que sea y con todo derecho a la intimidad y las garantías logradas por nuestras leyes universales, decide el estado que deben tener las cosas en su propia casa sin considerar las opiniones ajenas, incluidas las de los vecinos, los estadunidenses han decidido a su nuevo presidente y, desde hoy, una nueva conciencia, una nueva historia.

Mérida, Yucatán

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