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Pablo A. Cicero Alonzo
Foto: Fabrizio León Diez
La Jornada Maya

Miércoles 23 de noviembre, 2016

México es un país rico habitado por pobres. Víctimas de un neoliberalismo salvaje, los mexicanos no fuimos invitados a la fiesta; los pocos que sí asisten, que no se engañen: son simplemente servidumbre. Durante siglos, nuestro territorio ha sido saqueado, principalmente por extraños —[i]masiosares [/i]oscuros, marrulleros, con las peores intenciones. Un bucle que se repite y repite y repite y repite, un [i]gif [/i]interminable. Desde épocas precolombinas, una tendencia cainita nos ha enfrentado, convirtiéndonos en el origen y efecto de nuestros atrasos. Enanos que conspiran para derrocar a Gulliver, aunque eso implique aliarse con otro gigante, aún más peligroso. Los españoles ordeñaron a nuestro país, hasta que éste quedó famélico; ubres secas tras siglos de carabelas cargadas de oro y plata. Iglesias de bejuco construidas sobre olvidados templos.

Lo mismo hicieron los gobernantes posteriores, que enarbolaron la bandera de la independencia únicamente para sostener un mismo escenario; un gatopardismo recurrente, en el que todo cambia para que todo siga igual. Además de la —chingue a su— madre patria, otras potencias de Europa y Estados Unidos igual se han disputado ese sabroso pastel, repartiéndose las rebanadas ante gobernantes que prefieren empachar a los extraños que alimentar a los propios; traidores con labia, legitimizados por su demagogia. Los gobiernos extranjeros, representantes de grandes capitales, siguen siendo, hoy día, los propietarios de los puertos, de los bancos, de las industrias, de las minas, de los ríos… México, de soberano, no tiene nada. Bueno, sí… El país es sólo una triste, diluida sombra de lo que podría ser, pero quintacolumnistas con poder se han encargado de convertir al país en un botín para sus aliados allende nuestras fronteras. Malinchistas, traidores, vendepatrias.

Los mexicanos, recurrentemente agachados, hemos contemplado indiferentes la rapiña que se ceba en nuestra nación, desangrada y lagrimante, tanto por las violaciones a la que continuamente la someten los dueños del capital como por la inacción de quienes nacieron en su seno. Cobardes, vemos —y consentimos— cómo manosean, ávida, lúbricamente, a nuestro país.


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Escribir lo anterior me desahogó; fue una bocanada de oxígeno, una muerte chiquita de tinta, un arrebato de indignación. Leerlo, me imagino, te causará una sensación similar. Tú y yo compartimos esos contrariados sentimientos: somos capaces de simplificar la tragicomedia mexicana, mostrándola todo el esplendor del maniqueísmo; apuntamos y acusamos —pinches totonacas, pinches gachupines, pinches gringos…—, y esperamos ávidamente creerle a alguien que nos prometa “hacer grande a México otra vez”.

A los estadunidenses les pasó lo mismo. Como nación, veían con recelo lo extraño, lo fuereño; en su alma se incubaba un sentimiento de odio hacia el exterior, del que supuestamente dependían cada vez más. Se cansaron de ser el centro del mundo. Lo políticamente correcto les impedía decir en voz alta lo que pensaban… Hasta que llegó Donald Trump — [i]Make America Great Again[/i]. En un brutalismo inteligentemente estudiado —una estupidez mercadológica—, el magnate vomitó toda la bilis que durante siglos se fue acumulando en el estómago de su país, obteniendo así el favor de los votantes. Ha surgido, entonces, un debate sobre el populismo, al cual no me adheriré. Prefiero advertir sobre las consecuencias de la demagogia. Sofistas de carrera, hay hábiles políticos —como hábiles son las urracas— que saben sacar lo peor de un pueblo, y azuzarlo con potentes discursos y sabrosas imágenes.

La demagogia es una degeneración de la democracia y consiste en que los políticos, mediante concesiones y halagos a los sentimientos elementales de los ciudadanos, tratan de conseguir o mantener el poder. Al otro lado del inminente muro nos llenamos la boca con insultos a Trump y, ensimismados en las más floridas e imaginativas mentadas, somos incapaces de ver que en nuestra política germinan y florecen personajillos con delirios de dictadores capaces de traducir al español el discurso de odio y resentimiento de ese estadunidense del que todos hablan.


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Andrés Manuel López Obrador, Jaime [i]El Bronco[/i] Rodríguez, Margarita Zavala, Miguel Ángel Mancera, Miguel Ángel Osorio Chong, Ricardo Anaya… En ellos y en otros se vislumbra un pequeño trump en sus adelantadas campañas; un magnate en sus entrañas, ansioso por salir de sus panzas, como en la película [i]Alien[/i]. En unos más que en otros, con pequeños matices. No importa si son de izquierda, del centro o de derecha; la demagogia no distingue —ni el populismo. En unos se soba la idea de romper con el status quo, en otros la necesidad de cortarle prerrogativas a los capitales extranjeros. Todos se muestran como la mejor opción para México y para los mexicanos. Todos incurren en las mismas prácticas, las que critican con la pregunta [i]dylanesca [/i]—esa cuya respuesta está flotando, etérea, como la danzante falda de Marylin, en el viento— hasta cuándo.

Un teatro macabro, tan eficaz que ha puesto a temblar al mundo entero. Y aquí, tierra fértil para discursos trumpianos, viviendo un [i]déjà vu[/i]. Ese bucle que se repite y repite y repite y repite. Los políticos, de aquí y de allá, manipulan a esa masa hipersensible en la que nos hemos tornado con uno de los más básicos argumentos: el nacionalismo, un sentimiento que en general es imbecilizador, aunque los hay leves y graves, el del reportero que critica al funcionario por participar en un foro internacional y el que se pone el cuchillo en la boca para matar, Savater [i]dixit[/i].

Mérida, Yucatán

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