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Carlos Meade
Foto: Notimex
La Jornada Maya

Martes 22 de noviembre, 2016

No soy partidario del cautiverio de animales. Creo que ni los domesticados ni los salvajes merecen estar encerrados, sin importar el propósito: dar de comer a poblaciones humanas, ser bestias de carga, estar en exhibición en zoológicos o acuarios, ser masacrados en espectáculos crueles. Tampoco me emociona la cacería cinegética, aunque esta práctica haya logrado reponer las poblaciones de algunas especies silvestres. Pero tengo que reconocer que la relación de los seres humanos con los animales tiene una larguísima historia, a través de la cual muchas especies fueron domesticadas con el fin de servirse de ellas para diversos propósitos. No se puede pensar en los Inuit del círculo polar sin el sacrificio de focas, ni en los mongoles del desierto de Gobi sin la cría de caballos y ovejas. Las poblaciones del Mediterráneo o de China no hubieran desarrollado grandes civilizaciones, sin contar con animales para arar la tierra.

Hoy no concebimos la vida sin mascotas; muchísima gente adora a sus mascotas pero, también, mucha gente disfruta de la cacería, actividad que nuestra especie practicado desde sus orígenes hace 200 mil años. Que a mí en lo personal no me emocione no quiere decir que ese impulso no se encuentre en los genes humanos.

Comparto la idea de que puede ser cruel capturar o criar delfines para tenerlos en cautiverio y exhibirlos como espectáculo para turistas. Pero me pregunto por qué esa misma idea no la asociamos con el pollo que vamos a almorzar hoy.

Pollos de engorda, marranos, vacas, borregos: de toda esta fauna domesticada, que alguna vez fue salvaje, nos servimos hoy para comer carne, tomar leche y calzar zapatos. ¿No es una crueldad?

Debo decir que los delfines me parecen animales fabulosos. Por su inteligencia, hoy se han convertido en una especie emblemática. Hay quienes adoran verlos jugar en los acuarios y nadar con ellos y hay quienes opinan que no deberían estar cautivos. Este debate se da cuando ya existen muchos delfines nacidos y crecidos en cautiverio, que no podrían adaptarse a la vida silvestre. Es el inicio del proceso de su domesticación. Es como si se pretendiera que los perros o los caballos se pusieran en libertad en los campos. En el mundo silvestre no sobrevivirían.

Pero todos estos argumentos no están en juego en el debate que hoy se da para prohibir los animales en los circos, las corridas de toros o cerrar los zoológicos y los delfinarios. En nuestro país, es el Partido Verde el que ha tomado estas banderas para venderse como realmente verde, aunque muchos sabemos que este partido es un negocio familiar corrupto, que ha demostrado ampliamente no tener ninguna congruencia con los valores ambientalistas, promoviendo, por ejemplo, la pena de muerte.

Lo único a lo que apela este es al fanatismo de quienes se dicen defensores de los animales, así como al sentimentalismo ramplón de quienes comen tacos al pastor y se dicen defensores de los delfines.

Lo que realmente busca el Partido Verde, más allá de los argumentos a favor o en contra de esas políticas de defensa (selectiva) de los animales, es montarse en una causa que los pinta de verde y que sirve de cortina de humo para los verdaderos y críticos problemas ambientales de nuestro país: la contaminación de nuestros ríos y acuíferos por aguas residuales urbanas, industriales y mineras; la contaminación de nuestras ciudades; la causada por agroquímicos; la amenaza de los cultivos transgénicos; la pérdida de bosques y selvas por monocultivos para alimentar al ganado, por la tala clandestina, por crecimiento caótico de las ciudades; la contaminación de suelo, subsuelo, aire y cuerpos de agua por los residuos sólidos. El calentamiento global y la pérdida de biodiversidad son también problemas acuciantes que el Partido Verde relega. Aunque la problemática ambiental de fondo sea una amenaza real para la fauna silvestre, mucho más seria que los circos o los delfinarios, el Niño Verde prefiere hacer ruido con sus ridículas propuestas de reforma a la Ley de Protección y Bienestar Animal, causa que muchos ingenuos compran.
Por parte de las autoridades del sector y de las comisiones del Congreso, la discusión cae en el juego y también discurre por el cálculo político y no por argumentos sociales, ecológicos y económicos.

¿Qué podemos esperar? Que en lugar de elaborar y operar una política pública socioambiental que parta de un diagnóstico serio de la problemática, se realicen golpes espectaculares que no tienen un efecto verdadero sobre nuestro patrimonio natural y sólo sirven a las causas políticas de quienes simulan ser ecologistas y montan simulacros para despistar incautos.

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