Texto: Jorge Moch
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán
La Jornada Maya
Domingo 20 de noviembre, 2016
Es inevitable en estos días abordar el odioso tema del orate anaranjado que por ahora es el presidente electo de uno de los países más atrabiliarios y poderosos de este pobre planeta que tiene el dudoso honor de albergar a esto que comúnmente llamamos civilización humana pero que acá entre nos tiene más comportamiento de virus que de entidad superior, racional o, vaya ironía, compasiva.
A Donald Trump le quedan bien y más que merecidas todas las invectivas que le queramos enderezar, mejor y con más derecho que nadie, quienes fuimos acusados por su estupidez supina y su racismo pendejo como asesinos, violadores y rateros. Supo, y vaya que sí, exacerbar ese rancio racismo de los estadunidenses blancos, esa horda amorfa de gente que mayoritariamente parece contentarse tragando hamburguesas y todos los cuentos imbéciles que les inculcan consorcios mediáticos, como el que dirigen los Hearst o cadenas televisivas como Fox y no pocos figurines de CNN, emperrados en hacer del mundo un rosario de estereotipos negativos entre cuya cochambre, siempre de piel más oscura que la suya, invariablemente surgen ellos, los estadunidenses como figuras de redención. Ahí la mayor parte del cine estadunidense, con honrosas excepciones, muy pocas, pero que las hay. Allí, como nunca lo hubiéramos creído, el Ku Klux Klan resurgido y desfilando en honor de su candidato ganador. A la democracia gringa, ésa que a pesar de que la gente vote hace lo que se le pega la gana según dicte cierta oligarquía, la amordazó la capucha blanca del odio.
Porque no todos los gringos son una mierda. Eso me queda claro. No todos. Pero sí muchísimos, quizá, me atrevería a proclamar el atropello, una cifra peligrosamente cercana a la mitad de su población. Y estamos hablando al menos de decenas (si no cientos) de millones de enajenados idiotas y patrioteros xenófobos, ignorantes y racistas para los que cualquier alejamiento de su elemental geografía es, en el mejor de los casos, una postal pintoresca u otro parque de diversiones creado para su autoindulgencia por viciosa o criminal que resulte.
Allí las estadísticas mundiales de qué nacionalidades suelen estar más involucradas en el consumo de drogas, o de pornografía infantil, o de tráfico de armamento, o de usurpación de soberanías, o de creación comercial de guerras con que sostener un absurdo imperio criminal y armamentista (absurdo pero obsceno, escandalosamente lucrativo, desde luego), o qué país es el mayor responsable, por sus emisiones irrestrictas de bióxido de carbono y otros gases de invernadero, del cambio climático y en ello de la extinción, según se calcula ya, de cerca del setenta por ciento de la fauna silvestre de esta triste canica azul dentro de unos años, o ya en un aberrante extremo de amoralidad y ausencia del más simple de los escrúpulos, y vaya que de eso mucho los tenemos que padecer sus vecinos, de turismo sexual.
Cualquier puerto mexicano y no pocos “pueblos mágicos” dan fe de ese comportamiento depredador que se justifica medievalmente en que el perpetrador es rico y prepotente y un hijo de la chingada y el otro, la víctima, suele ser un miserable hijo de la pobreza, la marginación y la más cavernaria necesidad de sobrevivir y medio aliviar el hambre. Miles de turistas occidentales y adinerados vienen a México a encamarse con niñas y niños, y si hacemos un recuento de cuántos son estadunidenses, y cuántos de ellos están en cárceles mexicanas, no es difícil colegir la espantosa capacidad de prevaricación de su bien amado dólar.
Donald Trump, la figura creada –como aquí Enrique Peña Nieto, su obsequioso anfitrión– por la televisión, adquirió fama básicamente como comerciante de carne femenina, con sus “concursos” de belleza que, ahora se sabe, utilizaba como semillero particular de hetairas, aunque siendo el mandamás, muchos de sus abusos fueron callados atiborrando a sus presuntas víctimas de cueros de rana. Su otro gran logro televisivo fue el bodrio ese de [i]The Apprentice[/i], donde el culmen televisivo era recibir un ofensivo ladrido: “[i]You’re fired[/i]"(“¡Estás despedido!”).
O sea que su mayor y mejor logro es eso que pretende ahora, imbécil, aplicar a millones de personas honestas y trabajadoras: correr gente. O, como amenaza prepotente, idiota, enloquecido, meter a tres millones de latinos indocumentados a las cárceles estadunidenses.
A ver si no le sale el chirrión por el palito y diez minutos después el sistema nacional penitenciario estadunidense termina controlado desde adentro, ahora sí, por asesinos, violadores y toda clase de indeseables.
Igualito que aquí.
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