de

del

Manuel Alejandro Escoffié
Foto tomada de la web
La Jornada Maya

Viernes 18 de noviembre, 2016

En 1890, Rudyard Kipling publicó un poema que comienza con las siguientes líneas:

[i]Cuando los rayos del sol recién nacido cayeron por primera vez sobre el verde y el dorado, nuestro padre Adán se sentó bajo un árbol y talló el molde con un bastón. Y el primer tosco esbozo que el mundo vio alegró su gran corazón, hasta que el Demonio susurró detrás de las hojas: “Es bonito… ¿Pero es arte”?[/i]

Más adelante en el poema, la interrogante vuelve a ser formulada a través de los siglos; desde Noé dentro de su arca y los hombres de las cavernas hasta escritores modernos en un club de Londres; todos con la misma inquietud. Concluye con la idea de que, millones de años después, ningún descendiente de Adán sabe más de lo que él sabía al respecto.

¿Qué es el arte? ¿Cómo se define? ¿Quién lo define? ¿Con qué criterios se establece que
algo lo sea o no? Si en el Siglo XXI apenas logramos ponernos de acuerdo en las respuestas a estas interrogantes, no quiero ni pensar qué nos hace suponer que sabemos bien a qué nos referimos exactamente cuando hablamos de “cine de arte”. Desde hace tiempo, el término se ha visto a sí mismo asimilado por el discurso público con la ligereza de un bebé examinando la pistola Magnum 44 que acaba de encontrar en el cajón de su padre. Muy pocos comprenden que, semánticamente hablando, jugar con algo así puede ser mortal.

La gente que conozco llama “cine de arte” a todas aquellas películas que, en la maravillosa diversidad de su vocabulario, les parecen “difíciles” o “un poco extrañas”. Cuando utilizan palabras tan simplistas, caigo en la cuenta de que no ven tanto cine como deberían. Pero cuando, además de todo, incluyen en la misma categoría a cualquier drama mínimamente
realista cuya única diferencia real con los blockbusters veraniegos radica en estrenarse durante los últimos meses del año (periodo para contendientes durante la temporada de premiaciones), también caigo en la cuenta de que no tienen idea de lo que están diciendo.

Para entender mejor la dimensión del despropósito, es preciso reconocer que el concepto entendido como “cine de arte”, al menos teóricamente, sí existe. Críticos y académicos no tienen empacho en definirlo como una clase de cine “con cualidades que lo separan del mainstream hollywoodense”; mismas que pueden incluir un énfasis en el estilo autoral del director o en ciertos pensamientos, sueños y motivaciones de los personajes. Algunos de estos mismos académicos, como David Bordwell, van todavía más lejos al considerarlo “un
género con sus propias convenciones”.

Otros, sabia y prácticamente, se limitan a referirse a ello como la clase de producción fílmica pensada para un nicho reducido de mercado, y por consiguiente, con objetivos más artísticos o estéticos que comerciales en mente.

Por sí mismas, las definiciones anteriores gozan de mi bendición. Mi rechazo se encuentra dirigido más bien hacía la necesidad de bautizarlas con el vocablo de “arte”. En el contexto pobremente intelectual que hoy nos envuelve, “arte” es lo que muchos [i]snobs[/i] utilizan para poder marcar insufribles divisiones de sensibilidad entre las clases sociales. Es todo lo que el espectador casual necesita para dar por hecho que la película en cuestión lo hará sentirse como un idiota, y en consecuencia, querer huir de ella. Todavía peor: es la palabra mágica para que conglomerados como Cinépolis se sientan con el derecho de abandonar a títulos que no comprenden ni valoran en horarios de mala muerte.

Llamar “arte” a cualquier clase de cine debería estar muy lejos de ser un cumplido. Es una degradación. Es un desprestigio. Un estigma. Una letra escarlata. Y como la consabida letra en la homónima novela de Hawthorne, más que de la vergüenza de su portador, es un recordatorio de aquella que merece vivir en el corazón de quién la impone.

Mérida, Yucatán
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