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del

Manuel Alejandro Escoffié Duarte
Foto tomada de la web
La Jornada Maya

Viernes 11 de noviembre, 2016


Stanley Kubrick era más consciente que nadie acerca de nuestra capacidad innata para la autodestrucción. Muchos personajes en sus películas terminan como los arquitectos de sus fatídicos destinos. No es una coincidencia que Humbert Humbert ya esté condenado cuando se come con los ojos a [i]Lolita [/i](1962) por primera vez. Tampoco que su misma sed de sangre conduzca a Jack Torrance en [i]El Resplandor[/i] ([i]The Shining[/i], 1980) a morir congelado. Ni mucho menos que [i]Dr. Insólito o cómo aprendí a dejar de preocuparme y comencé a amar la bomba[/i] ([i]Dr. Strangelove or How I Learned To Stop Worrying and Love The Bomb[/i], 1964) haga posible atestiguar el espectáculo de un mundo hecho añicos por cortesía de un holocausto nuclear. Especialmente uno iniciado por la demencia, bravuconería, paranoia e intolerancia de un hombre. Un hombre como el General Jack D. Ripper (Sterling Hayden). O como el recién Presidente electo de los Estados Unidos, Donald J. Trump.

En caso de que sean muy jóvenes para saber o muy viejos para recordar, me tomaré la molestia de recapitular la trama de éste filme. En plena Guerra Fría, víctima de un ataque psicótico y convencido de que los rusos invadirán para quedarse con sus “preciosos fluidos corporales”, el citado Ripper ordena a su brigada nuclear de combate aéreo atacar a la Unión Soviética con la esperanza de que el Presidente Merkin Muffley (Peter Sellers) no tenga otra opción más que declarar una guerra contra el país comunista. Sin embargo, los rusos cuentan con una “maquina del fin del mundo”; misma que se activará de manera automática ante cualquier agresión y destruirá toda la vida en la tierra por contaminación radioactiva. Para colmo de males, el Presidente y el Dr. Insólito del título (Peter Sellers también) descubren que la única forma de cancelar el ataque es con una contraseña que Ripper conoce y que éste, habiendo tomado el control de la base militar en donde trabaja y a uno de sus subalternos (Sellers, una vez más) como rehén, no está dispuesto a revelar. El mundo pende de un hilo debido a que, parafraseando al Presidente Muffley en uno de los más deliciosos eufemismos, un militar fanático “se puso un poco raro en la cabeza”.

Creo firmemente que, durante la producción de [i]Dr. Insólito[/i], Stanley Kubrick no estaba haciendo en realidad una sátira política. No estaba haciendo comedia. No estaba haciendo ficción. Hombre, ni estoy seguro de que estuviese haciendo una película (o por lo menos únicamente eso). No. Lo que él hacía en esos momentos, sin imaginarlo, era una profecía. Profecía que, juzgando los antecedentes previos a los resultados electorales de hace días, dan pie a suponer que podría estar a pasos de cumplirse. Hablamos de una espeluznante radiografía poniendo a la luz el trastorno político, psicológico y cultural adolecido por una superpotencia preparándose a construir un muro fronterizo que lo proteja de aquellos a quien se le ha enseñado en los últimos meses cómo odiar.

Hablamos de la reivindicación para aquella fuerza que impulsó la decisión de Ripper, así como también la de muchos estadounidenses en el pasado martes: el miedo. Miedo a la mera idea de formar parte no de un único país, sino de muchos diferentes dentro uno mismo; cada uno con sus propias voces y visiones. Miedo a no contar con alguien a quien achacarle los orígenes de lo que ellos perciben como sus debilidades. Y sobre todo, miedo a encarar la responsabilidad de su decisión en aras de la “grandeza” que histéricamente claman a los cuatro vientos haber perdido. De ahí que se hayan atrevido a consentir que el acceso a su armamento nuclear descanse sobre los hombros de un líder mil veces menos inteligente y emocionalmente estable que ellos mismos.

Cuando mañana despertemos y abramos nuestra ventana para que lo último que veamos sea una enorme nube verde en forma de hongo, la reacción de Kubrick desde su tumba estará dividida. Sonreirá de orgullo y llorará de pena al percatarse de que tenía razón.

Mérida, Yucatán

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