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Rafael Robles de Benito
Foto: Valentina Álvarez Borges
La Jornada Maya

Mérida, Yucatán
Miércoles 09 de noviembre, 2016

Sin duda ha sido un acierto determinar que Yucatán debe ser un territorio libre del cultivo de organismos genéticamente modificados (o transgénicos), pero habrá que insistir en que no basta con evitar que se cultive, por ejemplo, soya transgénica, con todas las consecuencias ambientales que traería consigo ese paquete tecnológico. La mera prohibición no soluciona de manera íntegra y definitiva los problemas que encaran hoy las comunidades campesinas de Yucatán, predominantemente mayas.

Ahora toca poner la mirada en la seguridad alimentaria y en la apropiación sustentable del paisaje, que le es consubstancial. Tras prácticamente medio milenio de haber probado modelos de desarrollo agropecuario importados del occidente cristiano, primero de la España renacentista y después del capital estadounidense, nos encontramos con un campo fragmentado, deforestado, cubierto de praderas con pastos exóticos y de cultivos pensados para alimentar animales, o para exportar productos que no entiendo bien por qué se conocen como [i]commodities[/i], cuando más bien parecen resultar incómodos, para el bien vivir de los campesinos y para la calidad de los ecosistemas nacionales.

En este panorama, los funcionarios del ejecutivo federal festejan los “triunfos” del campo mexicano, entre otras cosas porque se consume un montón de guacamole durante el Superbowl. Pero quienes viven en el monte, y del monte, no se sienten particularmente contentos con lo que está pasando con el campo mexicano: su trabajo no alcanza el bienestar, su producción parece empobrecerlos más y sus hijos se van. Se van a la ciudad, o se van a la frontera, a buscar horizontes más prometedores.

Es un enorme contrasentido: los mayas saben cómo vivir de la selva, sin transgénicos y sin subsidios. Y sin embargo, con transgénicos, y con subsidios, nos hacemos cargo de que se vayan de sus terruños, en aras del “desarrollo civilizatorio”. Deberíamos más bien volver a poner los ojos en la milpa, en el paisaje maya, en fin, en la tierra del faisán y del venado.

Así pues, hace falta dar un paso más allá de la prohibición de la siembra de transgénicos en el estado: necesitamos ahora fortalecer la milpa maya, más allá de la reivindicación de una manera de cultivar maíz. Más allá de la milpa, más allá de la parcela y del ejido, hay un modo maya de apropiación del paisaje, que tiene que ver con la madera para la casa, las palmas para el techo, los animales para la mesa, y las plantas para comer, para honrar a los que se fueron, para curar a los enfermos y para alegrar el lóbrego panorama de la selva cerrada e inutilizada.

Hay que usar el monte, para que el monte sea humano, y nadie, parece ser, sabe usar el monte mejor que los mayas. Ahora nos toca escuchar, poner sobre la mesa de las negociaciones nuestro saber occidental y confrontarlo con los saberes locales y entonces decidir qué queremos hacer con los montes de Yucatán: quizá puedan producir excedentes que compartir con otros pueblos, pero quizá no sean los excedentes que el mercado demanda, ¿Apostamos entonces a la demanda del exterior o preferimos construir una perspectiva segura, autosuficiente y diversa, que fortalezca el modo maya de vivir?

Este es el paso que falta: más allá de prohibir cultivos que no queremos, o que sabemos que no sirven o que lesionan la salud de los cultivos locales, lo que tenemos que hacer es promover modelos que partan del uso de la diversidad local, que incluyan la milpa diversa y sustentable, que propongan agriculturas sin fuego, que usen más recursos que solamente el maíz; en fin, que hagan un uso culturalmente robusto del paisaje peninsular.


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