de

del

Giovana Jaspersen
Foto: "La Payasa Cha-U-Kao", de la serie [i]Elles [/i](1896)
La Jornada Maya

Viernes 4 de noviembre, 2016

[i]Hay dos maneras de acercarse a Lautrec;[/i]
[i]la de los que miran sus cuadros en los museos[/i]
[i]y la de los que silban viejos tangos sin pensar para[/i]
[i]nada en él.[/i]
(J.C)

Si él, como Carpentier, hiciera un [i]Viaje a la semilla[/i], narraría desde el lecho la espera, en la que solo soporta la seda de la bata japonesa con la que fue retratado en tantas ocasiones, cualquier textura es insoportable al tacto con las ámpulas de la sífilis. Dolorosas, como la vigilia lejana de la botella de ajenjo y saber que la función termina. Jugando con su reflejo deforme en una laca se repetiría “uno es horrible, pero la vida es hermosa”, y sus palabras lo sacarían de la fealdad reflejada, para acercarlo a la belleza de los labios de Yvette Guilbert; pequeño monstruo, descansa, le dice ella, mientras acaricia su barba. Sentiría el vacío que dejan sus 150 centímetros de estatura en el resto del mueble, espacio que parece ser más profundo que el habitado, pues el vacío crece. Crecieron también las marcas en sus dedos, cronistas exhaustivos. A los 36, cuando otros trazan los días por-venir, él ya había trazado todo, solo en 15 años: 275 acuarelas, 737 cuadros, 369 litografías y 5000 dibujos. La locura de la tercera etapa de la enfermedad, seguramente dejó estas 6381 imágenes pasando en la parte posterior de sus ojos antes de morir, como la falda coloreada y en movimiento de Loie Fuller que lo fascinara.

Henri de Toulouse-Lautrec nació en una familia aristócrata francesa, y fue hijo de primos hermanos; se dice incluso que la unión de éstos se debió al interés por conservar el linaje y la fortuna. Entre las desventajas, estuvo el que el artista padeciera una extraña enfermedad, producto de una mutación genética, que ocasionó deformaciones y crecimientos físicos inusuales; así como el que, después de la fractura de ambos fémures, dejara de crecer. Él solía decir que nunca habría pintado si sus piernas hubieran sido más largas, pues su genialidad se gestó en el seno de su desafortunada condición física, su excentricidad y un consciente juego de máscaras.

Entre la vida aristocrática, y los [i]cabarets [/i]y prostíbulos de la [i]Belle Èpoque[/i] parisina, el artista hace una de las mejores crónicas sociales que hemos visto en las artes: fiel, contrastante, cruda y seductora, como cada una de sus mujeres. Fascinado por quienes, como él, llevaban una doble vida, se perdía por los detalles, ínfimos e imperceptibles para otros. El olor de las pelirrojas, una mueca, un lunar, el timbre de una voz, todo concentrado en trazos contundentes donde el paisaje solo sirve como accesorio para las personalidades, no detalladas sino totalizadas, según el artista expresaba. Arrobado por instantes eternos acudió, por ejemplo, una veintena de ocasiones a la opereta [i]Chilpéric[/i], solo para ver la espalda de Marcelle Lender en el escenario.

[i]El París de Toulouse-Lautrec: impresos y carteles del MoMa[/i], exposición actual del palacio de Bellas Artes, nos permite hacer un recorrido por todo lo anterior. Entre los aciertos, además de la obra en sí misma que ya es absoluta, está la apertura al mundo, no sólo del artista, sino de sus personajes. Todos se vuelven carne y tienen nombre, son su historia; los rasgos toman otra dimensión, porque son nuestros, en reflejo y posesión.

Cortázar, en su tiempo y otro espacio, lo supo bien, y en la cercanía supo a Mireille tango; la silbó en las calles de Paris y la bosquejó en el poco conocido ensayo [i]Monsieur Lautrec[/i]. La descubrió igual en un museo, en sofá rojo y primer plano. Según sus palabras, con el pelo rubio rojizo, el cuello poderoso y la masa del cuerpo adivinable bajo el vestido. Encontró en la correspondencia a Lautrec diciendo "Mireille se va a la Argentina. Unos comerciantes de carnes la han convencido de que allá hará fortuna” y entonces se le antojó más cercana. Fue la rubia Mireya, la misma que a fuerza de desengaños quedara sin corazón en los [i]Tiempos viejos[/i], de Romero.

Igual, la payasa Cha-U-Kao, La [i]Goule[/i], Jane Avril y todas las que habitan hoy Bellas Artes, se sospechan cercanas, juegan en nosotros la posibilidad de que una hubiera partido a América y que el azar la hubiera dejado en la península. Que ya llegada a Mérida, al poniente de la iglesia de Santa Ana hubiera compartido calle y casa con “La Polaca”, famosa prostituta que tocaba a Schubert en piano de cola. Se antoja que en una casa afrancesada hubiera sentido el fresco de la tarde en el escote, y que un hombre hubiera roto el hábito de la época, en la que “nunca se canta a la perdida o a la aventurera” para regalarnos en versos su cabello.

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