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Pablo A. Cicero Alonzo
Foto: Sabina León Huacuja
La Jornada Maya

Viernes 21 de octubre, 2016

Se había convertido en todo lo que siempre odió. Lo veía y se le revolvía el estómago. Un escritor que pontificaba, que opinaba sobre todo y todos, que esgrimía citas como estiletes; exhibicionista esquizofrénico. Evangelizaba en sus columnas y quería demostrar que él tenía la razón, que su opinión era la única que contaba. Lo veía regodearse de cuántos [i]likes[/i] había tenido su nota, o cuántas personas la habían compartido; mientras más elogios cosechaba, más se inflaba ese ego que ya parecía inconmensurable. Lo veía y se le revolvía el estómago; le daba asco.

Fue testigo de cómo empezó a recibir invitaciones a selectos grupos, de la intensidad que fue adquiriendo su vida social. Precisamente él, que disfrutaba de la soledad y de la única compañía de sus seres queridos; ciudadano de su familia. Una especie de estilita —como san Simeón— que ahora estaba inmerso en una intensa agenda de actividades que poco tenían que ver con sus sueños. Lo veía y le daba lástima. De todos, sólo él era capaz de ver el cansancio en su mirada, el opaco brillo que asomaba por sus ojos cuando coincidían. No cruzaban palabra, pero se decían todo.

Y entonces recordaba aquellas pláticas que tenían cuando eran jóvenes, cuando intoxicados con cafeína diseccionaban a Thomas Pynchon y su evasión de la vorágine de la fama; cuando envueltos en una cortina de humo de cigarros baratos se imaginaban caminando en la briosa brecha de Ulises Lima y Arturo Belano —los detectives salvajes— en busca de la evasiva Cesárea Tinajero. Escribían juntos una biografía imaginaria y fantástica de Bruno Traven. Los unía el amor que le tenían a las letras tanto como el odio que le profesaban a las vedettes de la literatura.

Y ahora, con tristeza, con arcadas, comprendió que se había transformado en lo que decía expeler. Él, precisamente él, quien en varias ocasiones había quemado las naves para conseguir un sueño, ahora lo veía navegar a la deriva, casi un náufrago, en esos océanos de complacencias que juró nunca surcar. Él, precisamente él. Carne de su carne… No podía soportarlo; ya no. Le lastimaba. Él hubiera hecho lo mismo. Así que una mañana lluviosa, de esas que parece que nunca saldrá el sol, se dirigió a su casa. Tocó el timbre una, dos, tres, cuatro veces, hasta que por fin se abrió la puerta.
Había un espejo, y cuando lo vio, al principio, se sorprendió. No sabía qué hacía ahí. Fue entonces cuando levantó lentamente el revólver, hasta llegar a la altura de la cabeza. Medían exactamente lo mismo. Se parecían, incluso. La expresión de sorpresa cambió inmediatamente, y en su rostro se dibujó una sonrisa. Cerrando los ojos, dio las gracias. En silencio, sólo moviendo los labios. Pum, pum. Todo, entonces, se tornó negro.

Cuando se levantó, estaba en el hospital, rodeado de aparatos, sujetado por tubos, ensimismado en [i]bips[/i]. Tenía impregnado el olor a pólvora y le dolía insoportablemente la cabeza. Su lengua estaba reducida y seca; se la imaginaba negra, como la de un loro. Entró una enfermera, que sonrió al verle. Sin pedírselo, le dio un vaso con agua. “Poco, poquito”, le invitó. Acaba de resucitar.

Ella volvió a sonreír y llamó por radio a un doctor, que llegó enseguida. Se salvó de milagro, le dijo. Acabamos de llamar a la psicóloga, para que platique con usted. Estamos seguros que nunca quiso quitarse la vida, que sólo fue un mal momento. Él asintió de la manera más visible que pudo. No parecía un suicida sin suerte, sino alguien que acababa de matar a alguien por compasión. Y así fue. Él, el otro que se había perdido en los bosques de la adulación, ya no estaba. Lo había asesinado de dos disparos.

*****

La primera vez que se publicó esta columna en La Jornada Maya, fue el 18 de enero. A partir de entonces, ha salido todos los días, de lunes a viernes. En total, han sido doscientos artículos, cada uno de cinco mil caracteres. Este 2016, en estas páginas he vertido un millón de letras, ciento sesenta mil palabras, casi igual que [i]Las uvas de la ira[/i], de John Steinbeck, o [i]La cabaña del tío Tom[/i], de Harriet Beecher Stowe. Si hubiera seguido a este ritmo, alcanzaría las doscientas seis mil cincuenta y dos palabras que navegan en [i]Moby Dick[/i], de Herman Melville. Pero no. Hoy tecleo punto y aparte, que, ojo, no es lo mismo que punto y final.

Me parapetaré de nuevo en mi reporte 8AM. Escribiré, otra vez, para unos pocos. Me sumergiré en el océano de los medios y haré lo que mejor sé hacer: analizar la información. No me busquen en esa mina de datos. Tal vez, en un futuro, saldré a tomar aire fresco y, si me lo permite Fabrizio, escribiré de nuevo para sus páginas. En tanto, te agradezco la atención, tu lectura en estos días de palabras moribundas y, sobre todo, tu paciencia. Fue un aprendizaje lento y ahora, que más o menos lo hago decentemente, me despido. Le agradezco igual al director de [i]La Jornada Maya[/i] y a su magnífico equipo, que corrigió erratas y aguantó, con estoicismo, retrasos. No les robo más espacio ni atención. Aprópinse, de nuevo, de esta página dos, en la que me sentí, sinceramente, como en casa. Yo regreso a mi trinchera: https://thegrid.ai/r8am

Mérida, Yucatán

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