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Pablo A. Cicero Alonzo
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La Jornada Maya

Martes 18 de octubre, 2016

Nos componemos de células, que se organizan de tal manera que forman tejidos, órganos y sistemas especializados capaces de hacer funcionar el cuerpo y de dotarnos de características biológicas, anatómicas y sicológicas que nos diferencian de otros animales y de las plantas. El cuerpo humano tiene 75 billones –millones de millones– de células. Tenemos dos brazos, dos piernas, una cabeza y dos manos y dos pies con cinco dedos cada uno; ojos, boca, nariz, orejas, etcétera.

Un 99 por ciento de nuestro cuerpo se compone de oxígeno, carbono, nitrógeno, hidrógeno, fósforo y calcio. En el uno por ciento restante consiste en sodio, cloro, potasio, azufre y magnesio. En un cuerpo adulto se halla hasta un 68 por ciento de oxígeno, 18 por ciento de carbono, 10 por ciento de hidrógeno y tres por ciento de nitrógeno. En promedio, un adulto sano puede tener entre cinco y cinco y medio litros de sangre, el líquido rojo que circula por venas y arterias.

Todos. Sin importar raza, credo, preferencia sexual o nacionalidad. Por dentro, todos somos iguales. Entonces ¿por qué hay tanta diferencia entre nosotros con hombres y mujeres de otros países? Los mexicanos vivimos en un chiquero en el que la corrupción es el pan nuestro de cada día. Leemos, ya sin asombro, denuncias de desvíos de recursos realizadas por oscuros personajes. Sin embargo, esos hechos se quedan en la anécdota, ya que son contadas las ocasiones en las que se castigan. Por mencionar casos recientes: ahí está Roberto Borge, disfrutando sin resaca los excesos de su administración; ahí también está Javier Duarte, burlándose de las amenazas de su sucesor… “Presentaré pruebas que cimbrarán al país”, alardeó Miguel Ángel Yúnes. ¡Pffffff!

La diferencia entre nosotros y los otros no está en el interior; no hay un gen que nos determine como corruptos. Muy pocos podrían diferenciar entre mi calavera y la de, digamos, Bjorn, de Suecia. Todo radica en las leyes en las que nos desenvolvemos. ¿Qué ocurre cuando un ciudadano sueco quiere acceder a todo el correo electrónico oficial de cualquier funcionario público o a la información que contiene su celular de trabajo, ya sea un diplomático o el primer ministro? No sólo tiene que enseñárselo, sino que está obligado a abandonar cualquier otra tarea para cumplir con las estrictas exigencias de las leyes de transparencia de ese país nórdico.

“No hay ninguna excusa”, sentenció el Tribunal Supremo cuando se produjo un injustificado retraso en una de estas peticiones. Suecia celebra el próximo 2 de diciembre los 250 años de su Ley de Libertad de Prensa, pero también de la norma que legalizó al mismo tiempo el acceso público a los documentos del Parlamento y del gobierno en 1766, la primera legislación de este tipo en el mundo. Una ley que antecede a la toma de la Bastilla y la declaración de independencia de Estados Unidos.

La transparencia total provoca problemas. De hecho, todo el complejo sistema de autorregulación de la prensa en Suecia se basa en que lo que se puede publicar es mucho más amplio que lo que se debe publicar. Esto se refleja, por ejemplo, en las obras protagonizadas por el inspector Kurt Wallander, escritas por Henning Mankell, y la serie Millennium, de Stieg Larsson. La consecuencia es que Suecia lleva años situada entre los países menos corruptos del mundo en la lista de Transparency International, y ni sus ciudadanos ni sus políticos se plantean el más mínimo cambio en su legislación.

La pornotransparencia sueca se logró en un período histórico en el que el poder recayó en el parlamento; lo que esos vikingos gozan en este momento es el resultado de leyes emanadas por sus propios ciudadanos. No fue iniciativa de un rey o un primer ministro. Al contrario. A golpe de leyes, el pueblo destruyó el muro de impunidad en el que suelen parapetarse los poderosos. Esta lección, impartida hace dos siglos y medio, nos debe alumbrar. La transparencia y la rendición de cuentas en nuestro país no emanará de gobernantes, ni de diputados, mucho menos de magistrados.

No. Ellos harán lo posible para mantener sus prerrogativas. Nosotros se la debemos de arrancar.

Un sueco se la piensa dos –tres, cuatro, cinco– veces antes de elegir ser político. Para empezar, ganará lo mismo que un pescador de salmones o que un diseñador de muebles. Si aún así se decide por la función pública, asume que su trabajo estará bajo el escrutinio público: todo lo que haga –y lo que no– podrá ser cuestionado por sus compatriotas. Así, la política se convierte en una vocación de servicio, en casi un apostolado. En México, en cambio, son pocos los políticos que se consideran a sí mismos como servidores públicos. Es más, no buscan servir, sino servirse. Una administración para “solucionarse la vida”. Ahí está el epicentro de nuestra desgracia. Por dentro, somos iguales que los suecos: las mismas células, la misma composición química. Lo que nos friega es el entorno, la historia, la desidia.

No le echo la culpa a los políticos. Ellos únicamente son fruto de esta tierra abonada de moches y coimas. Desvían dinero público porque nosotros se lo permitimos. Torturan porque creamos un comité castrado para investigar abusos policiacos. Violan las leyes ambientales porque no denunciamos a los títeres que ponen como procuradores. Se escapan impunemente al extranjero en lugar de pagar por sus delitos porque preferimos leer en los periódicos sobre accidentes de tráfico. Viven a costa del erario porque votamos, una y otra vez, por ellos… O por sus hijos. Y así a perpetuidad. Los mexicanos y los suecos somos iguales por dentro… ¿O no?

Mérida, Yucatán

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