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Tabacón B. Linus
Foto: Fabrizio León
La Jornada Maya

Lunes 17 de octubre, 2016

Donald J. Trump es un espejo horrible en el cual vernos. Quizá esa sea la única bondad de la que ahora parece (¡gracias a Dios!) una fallida candidatura a la presidencia de los Estados Unidos. Él encarna contradicciones, emociones y visiones del mundo que parecían repugnantes e intratables en público, hasta que con horror hemos descubierto que hay millones de personas dispuestas a defenderlas y festinarlas a la menor invitación.

Trump pulula en nosotros, incluso en los que estaríamos al sur del muro que él y sus seguidores sueñan construir en la frontera con México. Es más, muchos sueñan con muros dentro de México, y las declaraciones que en boca de Trump nos parecen atroces contra los mexicanos, nos parecen decentes y aceptables cuando los mexicanos se las aplicamos a otros mexicanos con una ligereza que aterra.

Nos indigna que Trump diga que los mexicanos son violadores, traficantes y criminales, en una generalización absurda; pero muchos de los que expresan indignación ante tales declaraciones son los mismo que generalizan a los “fuereños” que llegan a nuestros estados.

En este Yucatán, por ejemplo, es muy común que generalicemos sobre los “fuereños”. Decimos que el tejido social está en crisis porque está llegando mucha gente “de fuera”, con otras costumbres, que “viven de otra forma”, que tienen “tendencias maliciosas” que los yucatecos ni imaginamos. Entre esas generalizaciones xenófobas expresadas por mexicanos sobre los propios mexicanos, y las que hace Trump no existe ninguna -de verdad, ninguna- diferencia. Nos escandalizamos de lo que otros dicen cuando nos sentimos agredidos, pero usamos esas mismas posiciones y estereotipos para agredir a otros compatriotas.

Lo mismo ocurre en otras latitudes nacionales. En Guadalajara todavía vemos puentes con grafiti que dice “haz patria, mata un chilango”, y nadie se indigna. En Nuevo León piden que el muro de Trump incluya por lo menos a Monterrey, para separarlo del resto de ese México moreno y del centro-sur. Ciudadanos de muchos estados, por razones de seguridad, por supuesta superioridad cultural, estabilidad social o cualquier otra razón que se nos ocurra, estarían encantados de construir sus muros regionalistas y hacer que los “fuereños” los paguen. Es una verdad dolorosa.

Si hablan con acento diferente, los asumimos como un peligro; si sus apellidos no son conocidos, los tratamos con desdén, si las placas de su auto no son las del estado, manejamos en guardia y los acusamos de todo desmán y descortesía, empezando porque nos invitan -en el subconsciente- a ser descorteses con ellos.

Entre esa discriminación y la de un supremacista blanco que ve de reojo a mexicanos en un restaurante en Miami, Houston, Los Ángeles o Nueva York, la diferencia es de tono, pero no de fondo.

Que si los tabasqueños esto, que si los chiapanecos aquello, que si los capitalinos, que si los veracruzanos, que si la colonia llena de trabajadores de no sé dónde; todos esos son testimonios de una xenofobia llena de estereotipos que en lo privado y lo doméstico aceptamos y hasta analizamos con aire de verdad y superioridad moral; pero que en realidad son las tendencias atroces que nos aterrorizan cuando las dice un “güero” del otro lado del Río Bravo.

¡Qué difícil es pedir ese trato digno y libre de prejuicios para los mexicanos, cuando los mexicanos no estamos dispuestos a darlo a los propios mexicanos en cada región o estado, sin importar el color de piel, el acento de nuestro español y nuestra clase social! Ahí está ese Trump mexicano que vive en nosotros y que no va a ser derrotado el 8 de noviembre, porque su erradicación exige mucho más que una simple fecha o evento electoral.

Hay mucho que superar para tener ese país orgulloso de su diversidad cultural y regional, pero fraterno en su unidad nacional. Ése es un reflejo que el horrible espejo de Trump también nos deja.

Mérida, Yucatán


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