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Pablo A. Cicero Alonzo
Foto: Valentina Álvarez Borge
La Jornada Maya

Viernes 7 de octubre, 2016

Nadie lo conocía. Nadie. Así que cuando el comediante Irwin Corey se hizo pasar por él y recogió el National Book Award que consiguió por su novela [i]El arcoiris de la gravedad[/i], en 1973, nadie se percató. Desde un lugar desconocido, Thomas Pynchon se reía del establishment, de esa coincidencia de egos del mundo literario de la que osó -y osa- rehuir. Pynchon siguió -y sigue- escribiendo desde las penumbras del anonimato, regalándole a sus lectores una obra maestra cada década.

Una fobia similar a los reflectores sufrió Bruno Traven, un enigmático extranjero que desde la selva negra describió, como pocos, México. Descubrir su identidad se convirtió en una especie de mantra nacional. Fue Luis Spota en su mejor faceta, la de reportero, quien develó el misterio: Traven era un anarquista perseguido, trotamundos que cargaba en sus maletas la revolución y que encontró en nuestro país la paz que se requiere para novelar guerras. La vida de Traven vuelve ahora a agitar las mansas aguas de las letras, gracias a la magnífica novela [i]Viva[/i], de Patrick Deville.

Elena Ferrante es un fenómeno editorial hoy día. Sus libros -una saga protagonizada por dos amigas, en un mágico Nápoles- se han vendido por millones. La fiebre que causa la lectura de esta novelista comenzó en Italia, donde se calcula que hay por lo menos un libro de ella en cada hogar. El contagio ya alcanzó Inglaterra, Estados Unidos -donde la misma Hillary Clinton se ha declarado su incondicional-, España, México… Casi cincuenta mil ejemplares, de la traducción al español de esta autora, ya se vendieron.

Sin embargo, Elena Ferrante no existe; es un fantasma. Un seudónimo que hasta hace poco nadie había podido revelar. Un periodista italiano se dio a la tarea de tirar el hilo de Ariadna; siguió el dinero. Tantos libros deberían enriquecer a alguien. Y ese alguien resultó ser Anita Naja, una conocida traductora, esposa del escritor Domenico Starnone, al que, precisamente, llama ‘Nino’ de forma cariñosa, nombre del protagonista masculino de sus historias. El patrimonio de esta evasiva autora se multiplicó por siete, por el éxito de Elena Ferrante. Ni el amor ni el dinero se pueden ocultar.

Emily Dickinson, Marcel Proust, J.D. Salinger, Cormac McCarthy… Han sido, son y serán muchos los escritores que blindan su identidad, ya sea refugiándose en la soledad, recluyéndose frente al teclado, o publicando un nombre falso. En el periodismo, hermano bastardo de la literatura, esta práctica igual es muy común. Son famosos los nombres utilizados por Manuel Vázquez Montalbán, que firmó como ‘Sixto Cámara’, ‘La Baronesa d’Orcy’, ‘Luís Dávila’ y ‘Manolo V el Empecinado’, entre otros. Gabriel García Márquez, por su parte, publicó estupendas columnas como “Séptimus”. Incluso, existe un libro titulado [i]Diccionario de seudónimos, anagramas, iniciales y otros alias de escritores mexicanos y extranjeros que han publicado en México[/i].

Carlos R. Menéndez Navarrete no firmaba sus columnas en el Diario de Yucatán; no tenía que hacerlo: su estilo era único. Bajo el título de “Primera columna”, este portento de la naturaleza marcó una época en el periodismo de Yucatán. Muchos, muchísimos recordamos -y extrañamos- a César Pompeyo, protagonista de sus escritos. Tanto que, cuando vamos a la Plaza Grande, fantaseamos con encontrárnoslo ahí, sentado en su banca habitual, dándole cátedra al reportero. Hombre de tinta que escribió la historia en breve de nuestra ciudad y estado.

Se publica escondiendo la autoría por diversas razones; una de ellas es la de proteger al o a los autores o a la fuente. En este supuesto destacan las columnas de trascendidos, en las que se desgrana información imposible de corroborar pero que tiene bases verídicas. A los periodistas les quema la lengua, les pican los dedos; no pueden tragarse un descubrimiento, que encuentra su cauce y se desahoga en estos espacios. Esta semana recibí con un interés insano, morboso, lo confieso, la columna Chechén, «redactada por los reporteros, colaboradores, espías y gargantas profundas, amigos de [i]La Jornada Maya[/i]».

Tabacón B. Linus -agitando, desde estas páginas, nuestras conciencias, haciéndonos reflexionar sobre la vida diaria- es otro ejemplo de la pertinencia de no firmar con el nombre verdadero. Blindado por el alias, la libertad de este escritor fantasma es una de sus principales características; único que desde el seudónimo ha impulsado una nota local al plano nacional, como fue el caso de los soldados de la discriminación. No me consta que sea un nombre falso, pero no lo conozco y… ¿quién diablos se llamaría [i]Tabacón[/i]? Fabrizio es una tumba al respecto, lo que me hace verlo con suspicacia.

En Por Esto! igual encontramos notas no firmadas. La que se publica los lunes, “Crónicas meridanas”, es de gran interés, y arroja un poco de luz a las penumbras del poder. También es fácil identificar las notas escritas por Mario R. Menéndez Rodríguez. Yo, en contraste, soy un simple escritor de carne y hueso. Mi nombre, efectivamente, es Pablo Cicero. Y lo digo con envidia, ya que en muchas ocasiones desearía escribir sin ataduras, como lo hacen mis colegas fantasmas.

Mérida, Yucatán


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