Reporte 8 AM

Pablo A. Cicero Alonzo
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán
La Jornada Maya

Jueves 6 de septiembre, 2016

“Me atrevo a presumir que las personas que iba eran pasajeros. No necesariamente son los destinatarios de la hipótesis ilegal…” —José Lafontaine Hamui, delegado de la Profepa.

Santiago llega a su casa en la madrugada, casi al amanecer. Está sudando, jadeando. Visiblemente perturbado levanta a su padre, Mauricio. Entre sollozos, el joven le confiesa que acaba de atropellar a una mujer. Estaba —está— borracho. El automóvil que conducía era el de su padre. Ambos bajan al garaje, y ven el vehículo. El frente está abollado y con manchas de sangre. ¿De seguro la mataste?, le pregunta, a gritos, el padre. Estoy seguro. La maté, responde, con voz entrecortada.

El padre, aún en pijamas, le da una cachetada. ¡Espabila!, le dice. Vete a bañar mientras yo resuelvo este desmadre. El hijo se aleja, obediente, mientras su padre se queda mirando la sangre y los restos de cabellos en el Audi. Se prepara un café y despierta a su esposa: Nuestro hijo atropelló a una mujer; dice que la mató. A ella se le descompone el rostro y le pregunta qué van a hacer. No te preocupes. Yo lo resuelvo, contesta.

Mauricio igual se baña y se viste. Cuando baja a la cocina, su esposa está preparando café. Es muy temprano, apenas ha salido el sol. Sin embargo, en el noticiero ya están dando parte del accidente. La madre de Santiago tira la taza, que cae al suelo. La televisión enfoca al esposo de la víctima, quien no puede ocultar su dolor y su ira. ¡Estaba embarazada! ¡Estaba embarazada!, grita a la cámara. El reportero entrevista igual a un paramédico, quien informa que la mujer agonizó media hora. El que la atropelló pudo haberla salvado, dice.

Mauricio grita y le pide a Santiago que baje inmediatamente. Cuando el hijo llega a la cocina, el padre le da un puñetazo. ¡Imbécil! ¡Imbécil! ¡Mi hijo es un imbécil y un asesino! La madre los separa y le pide a Santiago que se aleje. Mauricio se calma y habla a su abogado. Ven inmediatamente, le ordena. Veinte, veinticinco minutos después, que parecen una eternidad, llega el abogado. ¿Qué podemos hacer?, le pregunta Mauricio después de contarle lo sucedido.

En ese mismo momento comienza a podar el césped del jardín el mozo, un hombre mayor, que ha trabajado para Mauricio tres décadas. Antes que nada, necesito retrasar las cosas. Dame 100 mil pesos para que soborne a los encargados de la investigación. No lo duda, y le entrega el dinero al abogado. Regreso en una hora. Antes, varias camionetas de la televisión se estacionan frente a la residencia. Algún policía filtró las placas del vehículo que embistió a la embarazada. El abogado tuvo que pedir que le abrieran la puerta trasera, para entrar sin que nadie lo viera.

Las cosas están muy feas, Mauricio, le informa. Como ya sabes, la mujer estaba embarazada y tu hijo pudo haberla salvado. Pero no te preocupes, ya hablé con el juez. Tenemos una solución. Pero te costará. Y mucho. La propuesta del abogado es echarle la culpa al mozo de Mauricio. Decir, por ejemplo, que se había llevado el automóvil sin permiso y que él había sido el que atropelló a la mujer. Pero ¿cómo? No puedo hacerle eso; lleva trabajando conmigo años; antes de que naciera Santiago, le dice Mauricio. Por eso mismo, le revira el abogado. Ya está viejo, lo soltarán rápido por enfermedad. Mientras tanto, le das un buen dinero para su esposa e hijos.

Mauricio se convence del plan propuesto y habla con el mozo; compra su dignidad en 5 millones de pesos. El sirviente acepta, no le queda de otra. Entonces, el abogado llama al juez, que llega a la casa media hora después. El funcionario escucha la historia y acepta inculpar al mozo. Se aleja un poco, y deja hablar a Mauricio con su abogado, haciéndose al desentendido. El hombre de leyes le dice a Mauricio que hay que darle al juez 15 millones. Aquí y ahora. Mauricio traga saliva y asiente. Dame quince minutos.

En su recámara tiene una caja fuerte. Toma una bolsa de deportes y comienza a poner fajos de dinero. 15, 15 millones en total. Baja y se los da al abogado, que sonriente deja la casa junto al juez. Ya en el auto, rumbo al ministerio público, el abogado le dice: Aquí tengo los 10 millones que pediste. Mientras ellos se reparten el dinero, el mozo se despide de su mujer, que también trabaja en la residencia. Los ancianos se abrazan y se besan. No te preocupes, viejita. No te va a faltar nada. Con ese dinerito aseguramos que nuestros hijos puedan estudiar. A las afueras, además de reporteros sobrevolando como aves de rapiña, hay gente gritando ¡cobardes! ¡asesinos!

Los agentes de la policía, avisados ya por el juez, tocan el timbre y preguntan por el mozo. Éste sale y se entrega. Mientras lo escoltan a la patrulla, el esposo de la mujer muerta se le abalanza y le clava un desatornillador en el cuello. Fallece a los pocos segundos. Mauricio y Santiago observan la escena desde el balcón.

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Lo que acabas de leer es una de las historias que conforman la película Relatos salvajes (2014), dirigida por Damián Szifron. Esta producción argentina consta de seis cortos: [i]Pasternak[/i], [i]Las ratas[/i], [i]El más fuerte[/i], [i]Bombita[/i], [i]La propuesta[/i] —en la que se basa esta columna— y Hasta que la muerte nos separe. La ficción es espejo de nuestra realidad. Este artículo bien pudo titularse [i]Échale la culpa al piloto II[/i]. Ayer reflexioné cómo el poder, político y económico, se convierte en una capa de impunidad. En la película se trata de un asesinato imprudencial. En nuestro estado, específicamente en Alacranes, fue una depredación. En ambos casos, el culpable es el que menos tiene.

Mérida, Yucatán