Rafael Robles de Benito
Foto: Cortesía de la Comisión para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas
La Jornada Maya
Mérida, Yucatán
Miércoles 5 de septiembre, 2016
Recientemente se llevó a cabo el X Congreso Nacional de Etnobiología. Entre los muchos y muy diversos temas que se ventilaron durante ese evento, no podía faltar el de la conservación del patrimonio natural de nuestro país, y el papel que juegan en ella los pueblos originarios. El asunto no es trivial, y merece un honda reflexión, más de la que admiten estos breves párrafos. Sirvan por lo pronto para ponerla una vez más sobre la mesa, y provocar una discusión que salga fuera de las paredes de academia.
Tradicionalmente, la aproximación formal a la conservación de los ecosistemas nacionales ha descansado en la fórmula de poner aparte porciones del territorio nacional y sujetarlas a un régimen tendiente a restringir el acceso a los recursos naturales que alojan; esto es, se han establecido áreas naturales protegidas de diferentes categorías, desde las más orientadas a la preservación, como los refugio y santuarios, hasta las que ofrecen recreación y contemplación, como los parques, y las que admiten que ocurran en su interior algunas modalidades de apropiación de los elementos naturales, como las reservas de la biosfera.
En países distintos del nuestro establecer áreas protegidas es un simple acto de autoridad ejercido sobre tierras o aguas de propiedad del estado –o de la nación– pero el caso mexicano es peculiar: la mayor parte de nuestras tierras tienen dueño, son propiedad de particulares, ejidos o comunidades. Cuando el gobierno determina que un área debe ser protegida, o la expropia (cosa muy poco frecuente), o pretende someter a sus dueños a un régimen de uso de los recursos congruente con la modalidad convencional de protección, con lo que los dueños de esa porción de territorio perciben la protección como un despojo, o se ven claramente criminalizados al intentar continuar haciendo uso de lo que consideran sus recursos.
La mayoría de las áreas protegidas mexicanas, por tanto, nace con el conflicto bajo el brazo. Hoy en Yucatán, el gobierno del estado, a través de la Secretaría de Desarrollo Urbano y Medio Ambiente, prueba un modelo novedoso de conservación en cinco municipios del sur de la entidad: la Reserva Estatal Biocultural del Puuc. Dos elementos hacen que este modelo sea especial: por una parte, se trata de un proyecto construido “de abajo hacia arriba”, con base en la consulta con los residentes locales, y con su participación informada y consciente; y por otra, se parte de la premisa de que el paisaje no es un simple fenómeno natural, sino una construcción social.
Esta nueva área protegida, que reconoce que la conservación de la riqueza natural es una actividad social de apropiación del paisaje, y es por tanto una labor que parte de la cultura y re-construye la cultura, es un ensayo que merece aplauso, pero sobre todo es una suerte de experimento que quienes compartimos la pasión por la conservación de nuestro entorno debemos observar con atención, con la esperanza de que termine por convertirse en una experiencia para replicar en otras porciones del vasto y diverso territorio nacional.
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