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Pablo Cicero
Foto: La Jornada / Archivo
La Jornada Maya

Mérida, Yucatán
Martes 4 de septiembre, 2016

En el fondo del mar hay cadáveres. Hombres y mujeres con los ojos abiertos; esqueletos, piernas, brazos, cabeza. Los ha visto un pescador, y me lo cuenta en voz baja. Susurrando, me dice que en ocasiones bucea, un poco antes de que desaparezca la costa. Es entonces cuando un miedo atroz le invade el cuerpo. Bajo el agua, bajo las turbias aguas del golfo, aparece ese camposanto silencioso, que baila suavemente con la corriente.

Se ha topado con jóvenes y ancianos; desnudos o con la ropa hecha ya jirones. Ha visto cardúmenes de peces darse un festín con esos muertos; pequeñísimos buitres con escamas. Comienzan comiéndose los dedos; primero, de las manos y después de los pies; me cuenta, con un detalle morboso; igual prefieren las zonas blandas, los órganos como los ojos. Me lo dice mirando a su alrededor, con temor de que alguien más lo escuche. Le tiene miedo incluso a la sombra de la palmera. Pequeños crustáceos escalan la fría carne y buscan la lengua; se atrincheran en esas silenciosas bocas infectadas con el cáncer original.

Esos cadáveres se siembran en el mar con gruesas, pesadas cadenas o con rocas; o con piezas de metal, como rines o anclas. Varios de esos muertos presentan laceraciones por todo el cuerpo, atigrados por tantos cortes, como si con un punzón o un cuchillo les hubieran arrebatado la vida una y otra vez, una y otra vez. Se les pincha después de matarlos, asegura. Principalmente en las zonas donde hay órganos, como pulmones, hígado, riñones, vejiga… Así se evita que queden burbujas y que el cuerpo flote. Esta práctica, me la confirma José Urioste Palomeque, quien la describe en una novela que muy pocos hemos tenido el gusto de leer.

La muerte llega en forma distinta en el agua, que infla los cuerpos, dejándolos como esponjas, describe el hombre de mar. Sin embargo, éstos no se pudren con la rapidez que lo hacen aquí, en la tierra. Ahí, nadie se da cuenta. Sólo ellos, los pescadores, quienes los han visto y lo callan. No quieren meterse en problemas, no quieren convertirse en los testigos de un asesinato. Prefieren el silencio, el silencio de debajo del mar. Eso me dice. Y le creo a medias. Es un hombre roto, febril por pasar su vida expuesto al sol. Lobo de mar cuya mente y alma se han desgastado con la sal y la arena, que busca fuentes de alcohol luego de sus mínimas travesías. Perseguido por sus delirios, con sed de ser escuchado.

El fin de semana pasado, el domingo, se halló el cuerpo de una mujer en Telchac Puerto. Según los primeros reportes, el cadáver tenía amarrados los pies y otras partes del cuerpo, y tenía huellas de tortura. Según reportes publicados, un pescador local fue el primero en percatarse; pidió que su identidad no se diera a conocer. Tenía miedo, un miedo atroz, como mi fuente. Dio parte a las autoridades, que rescataron el cuerpo y lo dejaron momentáneamente en la orilla; ahí lo taparon con una tela azul que amenazaba con descubrirla de nuevo y escaparse con la brisa.

«El cuerpo tenía signos de violencia; el rostro golpeado y con varios moretones, además de que tenía amarrados los pies y piernas, con una playera de color blanco y una soga negra con azul y rojo. También se encontró en el lugar varios objetos como identificaciones y unas chanclas; dentro del mar se rescataron un bolso de mujer y una blusa color fucsia. El cuerpo fue hallado a mil 200 metros al poniente del puerto de Telchac, en playas públicas, donde de igual forma se encuentran casas y restaurantes, pero no cuenta con alumbrado público». Así dio la noticia el Milenio Novedades.

Horas después, el Servicio Médico Forense informó que la causa de muerte de esta mujer anónima fue asfixia por sumersión; es decir, se ahogó. «Contrario a las especulaciones que se han dado a conocer al público», se señala en el boletín de la Fiscalía General del Estado, «la mujer no presentó huellas de heridas realizadas por arma blanca o por arma de fuego y tampoco fracturas, aunque sí algunos golpes que no dañaron órganos vitales».

Por el momento, se añade en el comunicado, no está identificada la mujer, ni han acudido a reclamar el cuerpo, el cual sigue en las instalaciones de Semefo. Un cadáver igual de anónimo que los que se encuentran en el lecho del mar; esos que están anclados a la arena, a la espera de que los peces los conviertan en una reluciente calavera.

Aún con la versión oficial, muchas dudas rondan esta muerte: la identidad de la mujer y las verdaderas causas de su fallecimiento, entre otras. En esta ocasión, sólo el cuerpo ha salido a flote; la verdad aún reposa bajo el agua. De nuevo, la costa yucateca se torna hostil, un lugar donde la muerte camina en la playa. Otra vez, Yucatán se torna como un territorio peligroso para las mujeres. Ahí está esta desconocida, que murió de forma violenta, ya sea por los puñetazos de un hombre o por el abrazo del mar. Ahí está la fotógrafa canadiense Bárbara McClatchie Andrews…


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