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Padre Raúl Lugo
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán
La Jornada Maya

Lunes 12 de septiembre, 2016

La discusión pública sobre la orientación y prácticas de las personas homosexuales es de largo aliento. Viene de hace muchos años y se ha ido enriqueciendo con aportaciones de las ciencias sociales, acompañadas de la mutación de conciencia que se ha ido operando en el corazón de personas, naciones y culturas. El cambio que atestiguamos con respecto al tema en las nuevas generaciones parece ser irreversible y no lo pondera solamente quien no quiere hacerlo.

La mutación es muy simple: Se trata de un colectivo “caer en la cuenta” de que estamos frente a una realidad antropológica que sencillamente es así. Se trata de un auténtico descubrimiento humano. Nos estamos dando cuenta de que hay personas homosexuales, lo cual no las hace algo especial, ni más ni menos capaces de realizar cualquier cosa.

Este reconocimiento no ha necesitado de líderes que lo expliquen, ni han servido las ingentes cantidades de dinero y las energías desplegadas para frenarlo. Cada vez emerge más gente que se reconoce como homosexual y también reconoce que eso no tiene mayor importancia. Cada nueva generación tiene mayor dificultad en entender por qué algunos entre sus mayores tienen tanto problema con esto. Y cada vez más países reforman sus leyes para que los derechos de las personas homosexuales sean respetados y se combata la discriminación contra ellas.

Antiguamente se explicaba el funcionamiento de los cambios climáticos atribuyéndolos a ciertas viejas feas, tenidas por brujas, o a la sed no saciada de las divinidades mayas. Esto ofrecía a los manejadores de la religión la posibilidad de disculparse cuando sus pronósticos del tiempo fallaban ostensiblemente. En caso de una cosecha mala o una inesperada granizada, siempre había brujas que ejecutar o mayas que sacrificar para declararlos culpables de la catástrofe. Esta práctica supersticiosa, alentada con cierta perversidad, sacó de apuros a sacerdotes y adivinos, pero retrasó durante mucho tiempo la comprensión del porqué del funcionamiento climático. Fue necesario que la superstición fuera desmontada para que llegaran a formularse las preguntas que llevaron a entender la meteorología.

Esta nueva comprensión viene acompañada del reconocimiento, ya desde la segunda mitad del siglo XX, de que no hay defecto sicológico entre las personas homosexuales que no lo esté en los heterosexuales y viceversa. En efecto, en cada época histórica han ido desapareciendo prejuicios y hoy no suscribiríamos ideas que apenas hace 50 años eran consideradas normales, como que el marido pudiera pegarle a la esposa, o que un negro no pudiera casarse con una blanca. No siempre fue así. En épocas en que el prejuicio era visto como normalidad, se justificaba diciendo que eran realidades naturales, objetivas, inscritas en la naturaleza humana, aunque hoy nadie se atreva a sostenerlas en voz alta.

Desde el campo de las religiones cristianas, sin embargo, este cambio representa un reto de índole teológica. La emergencia de las personas homosexuales puede ser interpretada desde dos perspectivas: Pensar que es producto de la degeneración de nuestra cultura, muestra palpable de la perdición a la que hemos llegado. Otros, en cambio, pensamos que es un signo de los tiempos que bien podría ser considerado acción del Espíritu, que sopla donde quiere y nadie sabe de dónde viene ni a dónde va.

La doctrina actual de la Iglesia católica parte de la convicción de que las personas homosexuales no existen como tales; sólo existen personas heterosexuales individualmente defectuosas con una tendencia más o menos fuerte hacia actos considerados gravemente inmorales. Este argumento, sin ser enunciado claramente, sirve de sostén a toda nuestra posición actual como Iglesia: No existen personas homosexuales, son heterosexuales defectuosos o desviados. Por eso resulta explicable (que no justificable) el apoyo que algunas iglesias han ofrecido a las famosas “terapias reparadoras” que prometen regresar al homosexual a su naturaleza original, la heterosexualidad.

El problema con esta concepción es que no considera las aportaciones de la ciencia. Por eso pienso que el “caer en la cuenta” antropológico de la existencia de personas homosexuales no es un asunto anecdótico. En la Iglesia tenemos que confrontarnos con esta mutación de conciencia colectiva y dejar de atribuirla exclusivamente a una presunta degeneración cultural. Este debate se está dando en la mayor parte de las iglesias cristianas. Si algunas personas son sencillamente homosexuales y este hecho no obedece ni al pecado, ni al desorden, ni al vicio, ni a fracasos de los papás ni a injerencias de espíritus malignos, entonces tendremos que enfrentar con nuevas respuestas la cuestión de la diversidad sexual y ofrecer una nueva aproximación teológica a esta realidad.

A nada de eso colabora la marcha promovida por el Frente Nacional por la Familia, que a duras penas trata de ocultar bajo el argumento de defensa de la familia su objetivo fundamental: Que el derecho de las personas no heterosexuales a casarse y a formar una familia sea reconocido por el Estado. Lamento que la Comisión Permanente de la Conferencia del Episcopado Mexicano se haya unido a esta convocatoria y la promueva. No todos en la Iglesia estamos de acuerdo en que el reconocimiento de las uniones entre personas homosexuales sea un ataque a la familia, ni compartimos la creencia de una especie de conspiración internacional que trata de pervertir a niños y niñas. Por eso no marché.

[b]Mérida, Yucatán[/b]
[b][email protected][/b]


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