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del

Manuel Alejandro Escoffié
Foto: tomada de la web
La Jornada Maya

Viernes 9 de septiembre, 2016

Durante las últimas semanas, he leído y escuchado bastante el siguiente termino: “familia tradicional”. Se ha vuelto de uso tan corriente que la esencia de su significado, si alguna vez la tuvo, me elude con desconcierto. Sin embargo, el “Frente Nacional por la Familia”, o como quien escribe prefiere llamarle, “El Club de los Descendientes Psicóticos de Tomás de Torquemada y Joseph McCarthy”, parece convencido de saber lo que significa. Según esto, significa el modelo de familia “correcta”. El que “debe de ser”. El que va “conforme al orden natural de las cosas”. Aquel de cuya protección a cualquier precio depende el futuro de los valores y las buenas costumbres. Pero estos inquisidores bienintencionados de ningún modo son los primeros en aferrarse tan absurdamente a este ideal de familia. Mucho menos en sentirse aún más absurdamente amenazados por la evolución de dicho concepto. En la segunda mitad de la década de los años cuarenta, la sociedad mexicana se vio inmersa en un nuevo paradigma de modernidad; mismo que estuvo marcado por la gran cercanía con el vecino del norte y un estilo de vida definido de acuerdo a los hábitos del consumo hogareño. Alejandro Galindo fue uno de los realizadores que mejor supo hallar la forma de capturar la fuerte resistencia a estos aires de cambio en el cine nacional de la “Época de Oro”. Una Familia de Tantas (1948) constituye el ejemplo en cuestión.

La trama nos sumerge en la residencia de la familia Castaño. Galindo no escatima en dejar clara la atmósfera apabullante que se vive en ella gracias a la mano dura ejercida por el padre de familia, Rodrigo Castaño (Fernando Soler), un adinerado contador. La mañana en la que todos se levantan para alistarse a las actividades correspondientes a su rol social y género es el vehículo por medio del cual se constata que los hijos y la esposa siempre se doblegan a la voluntad del padre. Y es en medio de este régimen que viene a introducirse un elemento subversivo bajo la forma del vendedor de aspiradoras Roberto Del Hierro (David Silva), quien captura la atención y simpatía de Maru (Martha Roth), la hija menor. Al principio, Don Rodrigo objeta indignado tanto la presencia del aparato como el hecho de que Del Hierro haya entrado a la casa siendo Maru la única mujer presente (¡Dios nos libre!). No obstante, gracias a sus habilidades verbales, el vendedor logra aplacar la ira del señor; incluso llegando a convencerlo de comprar la aspiradora. Esto desencadena una serie de diversos acontecimientos que ocasionan que Maru pueda ganar gradualmente la seguridad suficiente para hacerle frente a su padre y alcanzar la emancipación.

El esquematismo en la construcción de los personajes, tan necesario para la consumación de la película en calidad de melodrama, genera que se manifiesten arquetipos tan precisos como inmutables. Aunque lejos del fanatismo de Claudio Brook en El Castillo de la Pureza (1972), Fernando Soler jamás le dirige la palabra a sus vástagos sino para reprenderlos, darles órdenes o dictar sus destinos. Es un hombre para quien el tiempo jamás transcurre en lo concerniente a la moralidad de su generación. En contraste, Del Hierro denota su papel revolucionario desde que le demuestra las ventajas de la aspiradora a Don Rodrigo quitando el polvo en uno de sus retratos. Ha venido a limpiar el polvo de su prepotencia, y como veremos, a rescatar a Maru de la vida infeliz que le espera si no abandona esa casa.

A pesar de un desenlace discursivo y otras debilidades narrativas, Una Familia de Tantas merece mención en cuanto a su efectiva elección de simbolismos tanto para honrar a la tradición del melodrama familiar mexicano como para brindar cierto contexto análogo en un país (y un mundo) donde proliferan los tiranosaurios patriarcales dando desesperadas patadas de ahogado y escasean los valientes vendedores de aspiradoras atreviéndose a quitarnos de encima el polvo de la intolerancia.


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