José Juan Cervera
Foto: Facsimil
La Jornada Maya
Viernes 9 de septiembre, 2016
Las memorias, como género literario, destilan un encanto difícil de resistir, siempre que imperen en ellas el talento y el buen juicio, porque cuando en su lugar se instalan la vanidad y el aliento frívolo, ni siquiera un buen amanuense logra conjurar el apabullante peso de su intrascendencia.
Generoso y sensible, Ilia Ehrenburg (1891-1967) legó el testimonio de su vida y de su tiempo a una humanidad plagada de antipatías ideológicas que impiden reconocer el valor y la ejemplaridad de un puñado de recuerdos. En Gente, años, vida, obra de este autor bolchevique de estirpe judía, se dejan ver el humor y la ternura, el sentido estético y la conciencia social. Sin deponer la combatividad que desde su juventud lo caracterizó, al realizar un balance del conjunto de sus experiencias obtuvo de ellas enseñanzas perdurables.
Se hizo responsable de transmitir a la posteridad los hechos vividos, no sólo porque puedan constituir materia de estudio para los historiadores sino también porque favorecen reflexiones más amplias e informadas, a la vez que permiten equilibrar ciertas versiones de la realidad desfiguradas intencionalmente o por simple omisión de ellas: “Cuando los testigos oculares callan se forjan las leyendas”. Revisó incluso los archivos de la policía secreta del Zar para reconstruir los acontecimientos en los que se vio envuelto.
En concordancia con esta línea, Ehrenburg se propone rectificar los lugares comunes que afectan la percepción de los sujetos históricos: “Las imágenes de los escritores que trascienden a las generaciones siguientes son convencionales y a veces se encuentran en franca contradicción con la realidad”. Por tal motivo, en su libro presenta elocuentes retratos de sus amigos, protagonistas de las vanguardias artísticas del siglo XX o continuadores de sólidas tradiciones intelectuales, y es así como dedica capítulos completos de su libro a personajes como sus compatriotas Balmont; Voloshin y Aléxei N. Tolstoi, del mismo modo que a Modigliani, Picasso y Diego Rivera. Cabe indicar que Tolstoi era pariente lejano del autor de La guerra y la paz, a quien el autor de estas memorias conoció en su niñez cuando el célebre novelista visitó la fábrica en la que su padre trabajaba.
Sus páginas se ocupan principalmente de los años en que el escritor soviético vivió su exilio en París, como consecuencia de la represión que sufrió por su activismo político antes de la Revolución de Octubre. En la capital francesa le tocó atestiguar una manifestación de protesta por la indignante ejecución en España del pedagogo anarquista Francisco Ferrer Guardia; allí conoció también a Lenin, quien lo impresionó profundamente (“Sus discursos se parecían a una espiral: temeroso de que no le comprendieran, volvía a la idea ya expuesta, pero nunca se limitaba a repetirla, sino que añadía algo nuevo”). Igualmente describe las penurias de los demás artistas que alternaban con él en el café La Rotonde, al que acudían Guillaume Apollinaire, Jean Cocteau, Marc Chagall, Max Jacob, Blaise Cendrars, Ángel Zárraga y otros (“sencillamente, deseábamos estar juntos: nos unía la sensación del común infortunio”).
Uno de los muchos pasajes memorables de la obra se refiere al lastimoso destino de la biblioteca Turguénev, a cuya fundación convocó en 1875, junto con otros compatriotas, el gran narrador ruso que le dio nombre. Ehrenburg y otros emigrados la visitaban con frecuencia, consultando sus fondos y enriqueciéndolos con manuscritos e impresos. Durante la Segunda Guerra Mundial, el jerarca nazi Alfred Rosenberg se apropió de ella remitiéndola a Alemania, donde quedó almacenada en una estación de ferrocarril, vencida finalmente por el olvido y la destrucción.
Su trato con Diego Rivera, quien ilustró dos de sus poemarios, despertó en él un particular cariño “por el enigmático México”, al grado que el protagonista de su novela satírica Las extraordinarias aventuras de Julio Jurenito es descrito como un mexicano. En una foto de 1918, el escritor ruso aparece con un sombrero de charro.
Pese a sus tropiezos, le quedó claro que el ímpetu revolucionario no es incompatible con la poesía. Su palabra no fue la de un hombre ingenuo ni la de un iluminado. En sus líneas asoma la opinión sensata, lo mismo que su devoción a la vida, al arte y al futuro.
Ilia Ehrenburg, Gente, años, vida. Primer libro de memorias. México, Editorial Joaquín Mortiz, 1962. Traducción de Augusto Vidal. 262 pp.
[b]Mérida, Yucatán[/b]
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