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Manuel Alejandro Escoffié
Foto: De la web
La Jornada Maya

Viernes 2 de septiembre, 2016

Háganse a ustedes mismos un enorme favor. Dejen de hacer lo que están haciendo en este mismo instante. Cualquier cosa que los tenga ocupados, por importante que sea –trabajar, fornicar, escalar una montaña o construir una máquina del tiempo para impedir la muerte de Juan Gabriel–, deténganla de una vez y conéctense lo más pronto posible a You Tube. Una vez ahí, introduzcan en el buscador los conceptos “gene wilder” y “[i]putting on the ritz[/i]”. No es broma. Lo digo en serio. Ni pregunten por qué; simplemente háganlo.

¿Ya? Bien. A quienes no les quede claro qué acaban de ver, permítanme brindar un poco de contexto. Se trata de uno de los más entrañables momentos en [i]El Joven Frankenstein[/i] ([i]Young Frankenstein, 1974[/i]), el legendario tributo humorístico a la novela gótica de Mary Shelley realizado por Mel Brooks y protagonizado por Gene Wilder; fallecido el pasado lunes. En la escena a la que acabo de conducirlos, el Dr. Frederick Frankenstein (Wilder), nieto del científico original, realiza una demostración pública de sus esfuerzos por educar al monstruo (Peter Boyle) e integrarlo a la sociedad humana. Tal demostración no resulta ser más que una puesta en escena de [i]Putting On The Ritz[/i], canción escrita por Irving Berlín en 1929. Ahora, permítanme explicar por qué quería que la vieran. Esta fue la tercera de tres mancuernas colaborativas entre Wilder y Brooks. En este caso, Wilder también fue responsable del argumento y la idea original. En la susodicha escena, él es quien canta y baila. Él es quien sonríe mientras se desvive haciendo caras y gestos. Y, aún así, él no es quién se lleva las risas más fuertes. Dicho honor cae más bien en Boyle, convertido en un punchline humano al destrozar el silencio en el cual se encuentra alternadamente relegado, gracias a la enunciación ininteligible del coro central de la canción. En pocas e icónicas palabras: “PUDDDIN ONNA REEEETZZ!”. Wilder lo tiene todo para poder robarse descaradamente la totalidad del momento, como si se tratase de un banco. Sin embargo, sabe muy bien que la comedia es como un tango: necesita de los dos. No es acerca de quedarte con la pelota, sino de compartirla en los momentos cruciales y estratégicos para llegar mejor a la portería contraria. Al mismo tiempo, tal generosidad no necesariamente tiene que interpretarse como una maniobra desinteresada. También sabe muy bien que obtendrá mayores frutos si juega un poco con el espectador; negándole el privilegio de entrever de una manera obvia en donde o sobre quién caerá la risa. Boyle es su señuelo, su carnada. Lo utiliza tanto en beneficio suyo como de sí mismo.

Algo que no se conoce mucho, y que hoy resulta bastante difícil de imaginar, es que quizás Mel Brooks jamás habría filmado [i]El Joven Frankenstein[/i] si Wilder no hubiese acudido a él con la propuesta. Más sorprendente aún es aquella poco conocida anécdota de rodaje, según la cual, Brooks estuvo a punto de eliminar el número entero de [i]Putting On The Ritz[/i] por considerarlo pretencioso. Si es posible escribir la columna del día de hoy es gracias a los argumentos de Wilder para convencerlo de lo contrario. Una vez más, a la manera de un benigno Rasputín, Wilder ejerció una contundente pero positiva influencia sobre un colaborador cercano; misma a la que ambos acabarían debiendo una nominación al Oscar.

Su influencia sobre las películas en que participaba más allá de su función como intérprete cuenta con otros ejemplos. ¿Qué habría sido de [i]Willy Wonka y la Fabrica de Chocolate[/i] (1971) si no hubiese interpretado al homónimo dulcero con la única condición de aparecer hasta el último tercio del filme, hacerlo con un bastón y una cojera para verse mucho más viejo de lo que se esperaba, e inmediatamente aniquilar tal impresión con una voltereta? A diferencia del mamarracho concebido por Johnny Depp, existe una jugosa ambigüedad para paladear en esta versión anterior del mismo personaje; gracias a la cual, en palabras textuales de Wilder, “nadie estará seguro de si estoy diciendo la verdad o no”.

Mucho más que un gran o excelente actor, Gene Wilder era tan astuto como caritativo. Sacando siempre lo mejor de quienes lo rodeaban de manera que le permitiese ser no únicamente una parte de la historia, sino también parte de quién la escribe. Maquiavélico e incluyente por igual. El titiritero con el corazón de oro.

[b]Mérida, Yucatán[/b]
[b][email protected][/b]


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